La integración étnica y cultural de las corrientes
poblacionales europeas, aborígenes y africanas en la América Latina, ha sido y
continúa siendo un proceso problemático. No solamente los etnocentrismos y
misoneísmos de cada grupo crearon rechazos serios desde el comienzo para la
evolución pacífica de la nueva población étnica y culturalmente híbrida,
sino que surgieron de inmediato relaciones de violenta dominación de los grupos
occidentales, tecnológicamente mejor dotados y de mayor energía, sobre los
aborígenes. Un factor dramático adicional serían las verdaderas hecatombes
circunstanciales pero terribles producidas por los intercambios de infecciones
bacterianas y parasitarias sobre poblaciones desprovistas de inmunidad y
sometidas a condiciones debilitantes(1).
A este factor obedeció en buena parte la virtual
extinción de la población de las llanuras al norte del Río Grande, estimada
en varios millones de almas, la de las Antillas, de unos 500.000, y la
catastrófica reducción de las grandes concentraciones demográficas de
México, del Perú y otras. Están bien registrados desde las primeras etapas
del Descubrimiento, los efectos de las sucesivas irrupciones de la viruela(2),
sarampión, erisipela, escarlatina, tos convulsa, tifus (tabardillo), gripe
(trancazo), difteria, disentería, encefalitis diversas (chavalongo), paperas, y
la acción endémica de la sífilis (bubas), la tuberculosis (tisis) y otras
muchas afecciones, cada brote de las cuales cobraba la aterradora cifra de hasta
un 50 % de las poblaciones aborígenes, explicando que algún europeo se
expresara gráficamente diciendo: "nuestro sólo aliento los mataba" (Diamond, D-43;
Kraut, K-13, Cap. 1, p. 11).
La mayoría de estas enfermedades eran curables
para los blancos o atacaban exclusivamente a los niños, o eran de evolución
muy lenta, pero sobre poblaciones hasta entonces íntegramente indemnes, como
eran los aborígenes, adquirían una morbilidad siniestra.
En algunos casos, como en las Antillas, primera
recalada de Colón y sus compañeros, parecen haber sido enfermedades de los
animales domésticos introducidos por la expedición, como la peste porcina, las
que actuaron como zoonosis de evolución fatal, sumándose a las guerras y las
exigencias de la servidumbre para la rápida extinción de tainos, arawaks y
caribes.
El estallido de epidemias de viruela, de catarros y de
tifus en la población y el ejército tenochtca tuvieron influencia decisiva en
la captura de Tenotchitlan por Hernán Cortés.
En el Río de la Plata, desde mediados del siglo XVI,
se producirían efectos similares sorprendiendo a los españoles la virtual
desaparición en pocos años de parcialidades indígenas enteras, como los
querandíes, los timbúes, y los huarpes, encontrados por las primeras
expediciones. Las mortandades se reiterarían hasta avanzado el período
colonial en el Río de la Plata, cuando se intentó reemplazar la población
indígena insuficiente con remesas traídas desde el Alto Paraná o del
Tucumán. Con esta nueva población se intentó constituir pueblos de indios en
Baradero, Luján, Quilmes y otros lugares, pero la iniciativa tuvo que
interrumpirse ante la reiteración de las epidemias que diezmaban a los
contingentes trasladados. Desolaciones similares, causadas por enfermedades,
esperarían a las expediciones españolas que recorrieron el sur de los actuales
Estados Unidos, en cuya marcha los habían precedido mensajeros indios, quienes,
junto con las noticia de la llegada de los invasores, habían transportado los
gérmenes fatales.
Hasta mucho más adelante en la historia seguiría
constatándose la alta morbilidad y gravedad de las enfermedades importadas que
mantendrían permanentemente una acción blanqueadora del conglomerado
interracial al incidir proporcionalmente mucho más trágicamente sobre los
componentes morenos, hasta que, con el tiempo, éstos elevaron sus propias
defensas inmunitarias.
Para tratadistas tan prestigiosos como Mc Neill
(M-47, M-48 y M-49), la superioridad inmunológica que acompañaba a los
europeos frente a los pueblos de nivel tecnológico bajo que encontraron en su
expansión hacia el oeste resultaría un aliado concluyente, al sumarse a las
ventajas del armamento y la organización.
Los efectos de las enfermedades importadas sobre los
nativos serían tan marcados que vastas regiones, en anillo, alrededor de los
asentamientos europeos quedarían ocupadas por un largo período solamente por
los blancos que lograron sobrevivir a los padecimientos iniciales,
principalmente en las áreas de clima templado. Tal sería el caso de las Trece
Colonias sajonas de Norteamérica y del Río de la Plata colonial (Ras, R-6 y R-7).
Los efectos letales de la fauna microscópica
seguirían manifestándose cada vez que un nuevo contacto les abriera las
puertas de organismos hasta ese momento indemnes. En otros lugares del mundo, el
fenómeno se presentaría en forma similar. Los hotentotes del sur del África
quedarían al borde de la extinción por las enfermedades que les contagiaron
boers y kafires. Los tramperos nativos de Siberia estuvieron a punto de
desaparecer por la difusión de enfermedades hecha por mercaderes de pieles
rusos, portadores sanos, que les ofrecían negocios tentadores, y los esquimales
canadienses y alaskanos fueron casi extinguidos, tan cerca como 1940, por
enfermedades introducidas por sus visitantes blancos de más al sur.
Por el contrario, enfermedades como el dengue y el
paludismo(3) se convertirían en barreras infranqueables para los blancos en
las zona tórridas, donde sobrevivían naturalmente las poblaciones locales que,
aunque tecnológicamente primitivas, estaban dotadas de inmunidad ancestral
contra esas noxas.
Los expedicionarios de todas las potencias europeas se
vieron también expuestos en sus entradas a una alta incidencia de enfermedades
resultantes o agravadas por las tremendas privaciones y la extenuación que
empeoraban las infecciones, además de la acción de las fieras y los combates
con indígenas hostiles (Del Bono, D-37).
Un simple detalle culinario costó centenares de vidas entre los primeros
colonos blancos del Caribe. La mandioca o cazabe era muy usada como harina
comestible por los indios, pero sólo tras un elaborado proceso de molienda y
cocción. Los españoles que intentaron imitarlos sin esos procedimientos
sucumbieron a puñados, víctimas del compuesto cianogenético que contiene.
En buena parte de la América Ibérica la población
aborigen sería tan numerosa que, aun sometida a servidumbres diversas y
diezmada por las epidemias, continuaría en las generaciones siguientes como
base ampliamente mayoritaria de la población, a la vez que se hacía
crecientemente mestiza por la actividad reproductiva desenfrenada de los
españoles y portugueses sobre las sumisas mujeres aborígenes (Herren, H-31;
Rosenblatt, R-37; Mórner, M-80, M-81 y M-82)(4). Las estadísticas consignadas
en los cuadros N° 1, 2, 3, y 4 muestran cómo el predominio inicial absoluto de
indios puros iría siendo rápidamente reemplazado por un mosaico de híbridos
diversos.
En toda la América Latina se intentaría
compensar la merma de los brazos de la población autóctona mediante la
importación de esclavos del África, incorporados prontamente al activo proceso
de miscegenación sexual. Los negros sufrirían también los efectos de las
enfermedades infecciosas, que parecen haber cobrado muchas víctimas entre
ellos, particularmente en los climas frescos y bajo la acción del banzo, pero
la subsistencia del tráfico de negros iría formando comunidades afroamericanas
numerosas, principalmente en las costas tropicales del Atlántico y del Caribe,
donde fueron el motor del auge de productos hasta entonces desconocidos o
exóticos en Europa, pero que fueron rápidamente incorporados a los hábitos
dando origen a plantocracias(5) esclavistas (Walvin, W-3).
En el virreinato del Río de la Plata, la
población negra llegaría a superar el 20 por ciento de la población total,
difundiéndose desde los puertos de Montevideo y Buenos Aires, y en mezclas con
blancos e indios. En regiones templadas, el componente africano de la población
se iría reduciendo rápidamente, de lo que han quedado evidencias abundantes
(Lanuza, L-7; Pagés Larraya, P-3). Como consecuencia de la convergencia de
estos procesos, en toda la porción meridional de América que sería
posteriormente denominada con la expresión de latina, surgiría una población
morena. El desenvolvimiento de esta población híbrida nueva se cumpliría en
un clima de violencia y colapso de las culturas nativas y tradicionales, bajo la
presión despiadada de la cultura importada hegemónica. Se constituirían así
en cada lugar pirámides demográficas bien definidas, con una cúspide,
incipiente burguesía aún semifeudal, ocupada por la minoría de blancos
dominadores y de mestizos blanqueados, de formación cultural que puede
definirse como europea u occidentalizada, mientras la base estaba ocupada por la
numerosa población de indios, negros y sus cruzas entre sí, con infusión de
sangre blanca, mantenida en diversas formas de servidumbre y cuya idiosincrasia
mantendría próximas las influencias culturales tradicionales. Esta evolución
sociológica se repetirá en toda la región.
En las Provincias Unidas del Río de la Plata,
por ejemplo, se calcularía hasta en 1826 que, de un total de unos 600.000
habitantes, sólo unos 13.000 podían censarse como blancos o casi blancos,
europeos y criollos, en tanto que los 587.000 restantes eran morenos
(Ingenieros, I-8; Bunge, B-64). En otras regiones de América, en las cuales el
porcentaje de población europea fue siempre menor (ver capítulo V), el
espectro de la distribución racial sería aún más pronunciadamente mestizo.
Este mestizaje biológico y cultural es señalado
frecuentemente en la América Latina como el camino más prometedor hacia una
eventual raza nueva saludada por algunos autores como un potencial venero de
energías humanas que sólo necesitarían del tiempo para manifestarse (Julio V
González, G-44; Henríquez Ureña, H-27; Uslar Pietri, entre otros). Se
registran observaciones esperanzadas sobre el mancebo de la tierra y su futuro
desde la vecindad de 1600, en el Paraguay, como en otros puntos de América,
donde Paraísos de Mahoma venían creando, desde la primera generación, una
masa creciente de mestizos (Herren, H-31)(6).
A pesar de la temprana aparición de
personalidades destacadas entre los mestizos, como Guamán Poma de Ayala, el
Inca Garcilaso, y otros, hasta llegar a Francisco de Miranda, Rubén Darío,
Cesar Vallejo, Ricardo Palma, José Santos Chocano, José María y Nicolás
Arguedas, Nicolás Guillén, Miguel Ángel Asturias, y plásticos destacados
como los mexicanos Diego Rivera y Clemente Orozco, el ecuatoriano Oswaldo
Guayasamín, y muchos otros(7), menudearon en la población europea de
América las expresiones de rechazo a la idiosincrasia o mentalidad de la
población híbrida, que pasaba a constituir rápidamente los estamentos
inferiores de la sociedad de castas surgida dondequiera convivieran minorías
caucásicas dominantes con grupos morenos mayoritarios pero irremisiblemente
dominados. Aún admitiendo algunos méritos de los mestizos, garridos mozos,
diestros arcabuceros y jinetes, pronto tenidos por los mejores baquianos y
lenguas para proseguir la ocupación de la inmensidad de las tierras aún
irredentas, los peninsulares y sus hijos criollos adheridos a la cultura europea
piensan y sienten distinto, y se nuclean de hecho en bandos rivales. Vaya como
ejemplo lo dicho por Cárdenas, denodado defensor de los indios, pero no de los
mestizos:
"No puedo ni quiero negar que de ellos habrá habido algunos y
podría ser que hoy los haya, dignos de mejor nacimiento y eminentes en
letras, virtud o valor militar, lo cierto es que por la mayor parte no son
provecho alguno para el reino, ni para el servicio de VM. y menos para el de
Dios, por que el Virrey Don Francisco de Toledo mandó que fuesen reservados y
libres de servicio personal y también de pagar tasa o tributo; así no sirven
de otra cosa, sino de hacer innumerables pecados y delitos..."
(Cárdenas, C-17)
Las diferencias culturales que estamos
reseñando y los resentimientos provocados por sus choques continuarán
crecientes y harán eclosión en el gran cisma de la independencia. Los blancos
criollos pasarían gradualmente a compartir parte de las actitudes mentales de
los morenos, agravadas en la sociedad estamental porque, también dentro de la
pequeña cúspide dominante de la pirámide demográfica, los españoles
metropolitanos se reservaban una posición privilegiada, relegando a los
españoles criollos a una categoría algo inferior, con atribuciones acotadas.
Las diferencias son notables con las causales de la rebelión independentista de
las 'Trece Colonias" de la América sajona, en sus diferencias con la corona
británica (Shumway, S-42; Ingenieros, I-8).
"En Latinoamérica la Guerra de la Independencia fué una
llamarada de odio antiespañol, una cólera de hijos demasiado largo tiempo
sometidos, un sacrificio ritual del padre. Fue, además, una guerra civil -muy
pocos españoles peninsulares participaron de los combates- como si, las dos
mitades del alma latinoamericana hubieran salido a enfrentarse en los campos
de batalla."
(J. F Revel, Prólogo a Rangel, R-5)
Ya se ha visto cómo el rechazo de todo lo español
recorrería como fuego de paja el extenso subcontinente criollo cuando fue
sacudido por la perspectiva de la independencia.Como otros sentimientos y modas
intelectuales y axiológicos compartidos que reafirman la comunidad de fondo de
los iberoamericanos, el antiespañolismo despertó por contraste numerosas
manifestaciones americanistas, criollistas y aborigenistas adormecidas. Ya en
1790, el venezolano Miranda había presentado al ministro inglés Pitt un
proyecto de federación de todas las colonias españolas de América regida por
un emperador incaico. Esto retomaba algunas de las proclamas de la sublevación
de Túpac Amaru. Aunque Miranda descartó luego en sus propuestas la forma
imperial siguió planteando un gobierno en manos de un dúo de personas que se
llamarían incas, aduciendo que era nombre venerado en el país y agregando que
los gobernadores de las provincias se denominarían curacas, también voz de
raíz quechua, con gobiernos locales en los que se reservaría un tercio de
representación para la población morena.
Al estallar la guerra por la liberación de
España, los españoles criollos quisieron asegurarse las simpatías de las
masas morenas ensalzando las figuras de los héroes derrotados por la Conquista,
tales como Moctezuma, Guatimozín, Atahualpa o los grandes rebeldes como Túpac
Amaru. La sincera tentativa inicial de incorporar a los morenos en la gesta
independentista se reflejaría en el agregado a los símbolos patrios
rioplatenses del sol incaico y quedarían en el himno nacional argentino sonoras
invocaciones como "se remueven del inca las tumbas y en sus huesos revive el
ardor..." y el repudio a las represiones coloniales, "¿no los veis sobre México
y Quito arrojarse con saña feroz?" En actitud similar se difundiría la
costumbre de bautizar con nombres indígenas como Gitirana, Inti, Irupé,
Jacaranda, Oiticica, Yupanqui, Tabaré, Anahí, Tibiriza, Atahualpa,
Caupolicán, Lautaro, Nahuel, a los que se agregarán posteriormente otros como
Catriel, Pincén, etc. Las propuestas aborigenistas llegarían a proponer, por
boca de los diputados altoperuanos al Congreso de Tucumán, el traslado de la
capital de las Provincias Unidas del Río de la Plata al Cuzco, idea apoyada por
varios patriotas ilustres como Belgrano, Pueyrredon, Castro Barros, Güemes, en
forma de una monarquía constitucional encabezada por un Inca, a quien algunos
proponían unir la casa de Braganza.
También en México se propondría vagamente varias
veces la reinstauración del imperio azteca, aunque todas estas iniciativas
tendrían corta vida, arrasadas por los idearios republicanos que bullían en
esos tiempos y por los caudillismos y populismos anárquicos que empezaban a
manifestarse.
Es cierto que en las nuevas repúblicas se suprimieron
los tributos y las servidumbres laborales de los indios, que se proclamó
ampliamente su igualdad con los blancos, que se los equiparó con los europeos
en los regimientos militares, que se previó su representación con diputados
constituyentes propios y hasta se decretó la abolición de los nombres con que
se venía distinguiendo a cada casta y grado de cruzamiento étnico en el
lenguaje coloquial. Todo esto entre declaraciones piadosas sobre el "estado
miserable y abatido de la desgraciada raza de los indios". El tema se
reproduciría desde los congresos del Río de la Plata, hasta en los movimientos
de Hidalgo y de Morelos, en México, o en las proclamas de Bolívar, en
Trujillo. En las pampas del sur se enviarían las misiones de buena voluntad de
García y de Chiclana hacia las tolderías de aucas y ranqueles. A la vez que se
ponían en acción estas políticas, los gobernantes criollos aplicaban a los
realistas apodos como maturrangos, chapetones, godos, gachupines y otros que
pretendían escindirlos de las culturas americanas, aunque era un hecho que
ambos ejércitos, tanto los patriotas como los que se batían por el rey,
estaban integrados por una abrumadora mayoría de criollos de todas las castas,
nacidos en América, casi siempre y de ambos lados, aunque bajo comandos caucásicos.
Los indígenas y las castas morenas recibirían estas
aperturas con la desconfianza y reserva que les enseñaba un largo intercambio
de traiciones y felonías. En algunos casos, se alistarían y pelearían
bravamente junto a los patriotas, como ocurrió con Hidalgo en Monte de las
Cruces, pero en otros casos se colocarían decididamente del lado de los
realistas, contra los españoles criollos. Así ocurriría con la mayoría de los
mapuches de Arauco durante la Guerra a Muerte, que dejaría un saldo de decenas
de miles de bajas, entre 1818 y 1824. Otro tanto ocurriría en las campañas de
los pastusos de Nueva Granada, en las guerras de los indios del Oriente, en
Venezuela, con los caquetíos del Coro, con los chiguaraes de Mérida, así como
en las hordas de llaneros zambos del coronel Boves, a quienes se atribuyen
doscientas cincuenta mil muertes entre 1812 y 1814. Similares reacciones de los
grupos morenos derivadas de su odio secular contra sus explotadores blancos
criollos seguirán manifiestas en las Guerras de Castas, de Guatemala y hasta la
Revolución Mexicana de comienzos del siglo XX, con su estela de medio millón
de víctimas. En todos estos casos la población de castas recordaría que la
monarquía matritense había sido un mal menor frente a los grupos de europeos
criollos, a pesar de sus halagos presentes, aunque en muchos casos el odio se
dirigiría indistintamente contra cualquier blanco(8).
Confirmando las tendencias sociales de fondo, la buena
voluntad de los patriotas hacia la población morena de castas se esfumaría al
desaparecer las urgencias de la Guerra de la Independencia, con lo que muchas de
las medidas de igualación racial y antiestamentarias serían abrogadas o lisa y
llanamente desconocidas. Así como las disposiciones benévolas de las Leyes de
Burgos y de las Nuevas Leyes habían sido desvirtuadas en el pasado colonial
dando paso a una nueva servidumbre del indio, también las buenas intenciones
postrevolucionarias tropezaron con la realidad, retrocedieron y hasta agravaron
su situación, ahora desprovista de la protección de la corona contra la
tiranía de la dirigencia blanca criolla. Si en este período ocuparon
posiciones de alcurnia indígenas como Alarcón, Altamirano y el mismo zapoteco
Benito Juárez llegó a ejercer una celebrada presidencia en México,
paralelamente la población morena sería desalojada de la mayoría de las
tierras comunales que conservaba y relegada tanto o más que antes a ser sierva
de la gleba y aún a ser exterminada o vendida como esclava, como ocurrió en
México, o en las profundidades de la selva peruano-ecuatoriana, si se
manifestaba rebelde.
Esta recaída en la servidumbre provocaría sangrientas revueltas aborígenes,
como la que soportó el presidente Melgarejo, en Bolivia, la rebelión de
Jacinto Canek y la Guerra de las Castas en Guatemala, que se prolongaría por
más de quince años, la de los yaquis de Sonora, y otras, que se sucedieron
constantemente en distintos puntos del continente, aunque siempre fracasando en
sus intentos liberacionistas.
Los gobiernos de los blancos criollos, libres ahora de
la dependencia de la metrópoli, retornarían a la estructura societaria
estamental en los nuevos países. Las posiciones proaborigenistas serían
recogidas solamente por intelectuales nativistas (Lipshutz, L-31 ; Julio V
González, G-44; Martínez Sarasola, M-33; y otros), además de también por las
ideologías contestatarias de izquierda y de derecha que acusan al modelo de
desarrollo occidental de ser el único responsable de la dependencia y el atraso
de los no occidentales (Vitale, V 22; Ribeiro, R-27; Montero, M-69; Biagini,
B31; etc). La adulación demagógica del moreno y la denostación de todo lo
foráneo se reitera hasta el presente, mezclado con la incidencia de otros
problemas, en términos de política partidaria, por su atractivo subconsciente
para grupos de la población aún muy numerosos y que comparten sus valores
atávicos.
Por oposición, desde el comienzo del mestizaje, los
miembros de la cultura dominante se expresarán peyorativamente del mestizo.
Esta diferente valoración del moreno estará siempre presente en la dicotomía
social histórica común a toda Latinoamérica.
Es evidente que han surgido discrepancias desde el
primer momento entre los valores profundos del europeo puro, y los de sus
sucesores a medias en madres indias, porcentaje creciente en todas las nuevas
comunidades. Durante la colonia habrá grados diversos de aceptación del hijo
del español nacido en América, e incorporaciones también variables, de éstos
a la cultura paterna. Esto hará que algunos pocos criollos, étnicamente
blancos, lleguen a ser gobernadores o virreyes, como Hernandarias o Vértiz,
pero paulatinamente la diferenciación entre españoles metropolitanos y
españoles criollos, en parte ya mestizos, de sangre o, por lo menos,
culturalmente, seguirá profundizándose dentro de la conocida sociedad de
castas de Iberoamérica.
Lo más común en términos de análisis científico y
paracientíiico ha sido estudiar al mestizaje como el resultante de la
recombinanción de las raíces ibéricas, aborígenes, africanas y cosmopolitas
de las que procede (Sarmiento, S-27; Bunge B-64; Ayarragaray, A-47, A-49, A-50 y
A-51; Ingenieros, I-8; Kush, K-15; Martínez Estrada, M-29 y M-30; Mafud M-6;
Sebreli, S-33; etcétera). La esencia híbrida persiste en la cultura criolla
cuando ya se ha desvanecido en el tiempo la presencia de los troncos puros que
le dieron origen. Cuando ya no queda nada del modelo inicial del padre ibérico
despectivo y de la madre morena despreciada, que trataremos en el capítulo V,
los nuevos hijos seguirán recibiendo influencias marginalizantes de padres
mestizos, a su vez marginales(9), y de la estructura fuertemente estamental de
la sociedad constituida. Se constituyen así personalidades de superyó débil,
proclives a la rebeldía y a la violación del status social y la ley.
El
desigual rango de valoración y prestigio entre los estamentos altos de la
sociedad (fundamentalmente blancos) y los bajos (o sea los morenos) continuará
manifestándose.
Desde la colonia hasta hoy será general la preferencia de la población por
incorporar a las familias individuos caucásicos, preferentemente nórdicos. Ya
en 1697, Gemelli Carrieri, diría acerca de las mujeres españolas criollas de
México:
"Son en gran manera afectas a los europeos, que llaman gachupines, y con éstos, aunque sean muy pobres, se casan
mejor que con sus paisanos
llamados criollos, aunque sean ricos, los cuales, a causa de esto, se unen con
las mulatas de quienes han mamado juntamente con la leche las malas
costumbres."
(fide Brading, B-54)
Esta misma preferencia generalizada en las
comunidades criollas se mantendrá hasta la actualidad y seguirán siendo más
frecuentes los enlaces de mujer oscura con hombre blanco, que la inversa, aunque
en la era presente ya los rasgos raciales diluidos y la presencia de otros
factores de prestigio social y económico tienden a crear numerosas excepciones
a lo que otrora era una regla muy observada. Fue frecuente, por ejemplo, que los
inmigrantes cosmopolitas, varones en su mayoría, se avinieran a tomar mujer
mestiza y hasta india, faute de mieux, pero en la cohabitación de dichas
familias se verán reaparecer manifestaciones del añejo desprecio por la mujer
considerada de baja estofa y se reiterarán los efectos negativos de la
paternación defectuosa sobre la descendencia, que se tratarán en el inciso
4.4.
Con el paso de las generaciones será evidente el
fortalecimiento de una serie de manifestaciones culturales ya mestizas, que se
generalizan y homogeinizan sobre toda la población, aún en aquellos de sus
componentes que se conservan étnicamente puros, tanto los caucásicos con sus
hábitos que han sido inicialmente estrictamente europeos, como aquellos que se
han mantenido estrechamente ligados a los ambientes indígenas.
Muchos de los rasgos del nuevo criollismo naciente son
también híbridos, lo que se presentará de mil maneras. Desde aspectos
axiológicos profundos, pasando por diversas integraciones de ritos religiosos
tradicionales dentro del culto católico, para llegar hasta los giros y
expresiones del habla vulgar. No solamente los aborígenes y africanos
champurrean sobre sus lenguas tradicionales una jerga del español, el
portugués u otras lenguas de los dominantes, sino que los blancos adoptan
también formas lingüísticas, giros verbales y vocablos tomados de la
población de castas, y el resultado combinado es un largo y confuso período de
jerigonza (broken o pidgin english para el inglés, créoles o papiamentos
en el
Caribe y lo mismo para el español y el portugués) en los que las orgullosas
lenguas occidentales, con su brillante pasado y excelsa literatura, sufren
transformaciones profundas (el español en el área del quechua, Lienhart; en el
área araucana, Acuña, A-9; Bragg, B-55; Hernández Salles, H29; integración
del lenguaje de los esclavos sobre los amos blancos, Walvin, W-3; Lanuza, L-7;
Pagés Larraya, P-3; y así otros).
La realidad del mestizaje y la importancia ubicua y
masiva de sus valores culturales es un problema dominante en la intelectualidad
latinoamericana, pero por su vinculación no-consciente con los valores
recónditos de cada uno, pasa a ser un tema tabú, que sólo ocasionalmente
recibe un tratamiento explícito y abierto conmensurable con su trascendencia en
numerosos aspectos de la vida.
Esto se comprueba, no solamente en los países en los
cuales la irrupción cosmopolita alejó ilusoriamente la presencia del indígena
como problema acuciante, sino también en aquéllos en los cuales éste está
mucho más inmediato. En particular preocupa el bajo tecnotropismo y creatividad
promedio de las poblaciones criollas y la relación directa de la alícuota de
participación en ellas de elementos morenos con la morenización del paideuma
resultante. De esto resulta una baja competitividad nacional en tiempos en que
la globalización pone frente a frente descarnadamente todas las posibilidades y
todos los modelos. Esa realidad surge de la debilidad y atraso relativo de las
instituciones y lo precario de su funcionamiento.
Mas allá de la reprobación socio-política por las
tendencias anárquicas y caudillistas de las masas y, a la inversa, la
entusiasta exaltación reivindicatoria por parte de quienes se solidarizan con
los valores folk, no son muchas las indagaciones profundas sobre las bases
psicológicas y los eventuales remedios para el problema. La nutrida
ensayística de autoanálisis en toda Latinoamérica incluye inevitablemente
referencias a la cultura criolla. Hay quienes llegan a definirla como la
autocrítica feroz del latinoamericano. Sin embargo, ella no parece haber hecho
mayor mella en el problema. Algunos de los autores se citan en esta obra, unidos
a europeos y estadounidenses como Waldo Frank, José Ortega y Gasset, el conde
Kaiserling, y otros, que agregaron sus opiniones tras conocernos, a veces
brevemente. Sus detractores los motejarán de hacer turismo intelectual, pero
hay infinidad de críticos severos del criollismo entre criollos prestigiosos,
primordialmente entre aquéllos que sufrieron en carne propia algunas de sus
manifestaciones menos simpáticas. Vaya como ejemplo:
"Somos el vil retoño del español predador, que vino a América
para sangrarla hasta tornarla blanca y para reproducirse con sus víctimas.
Más tarde, la descendencia ilegítima de estas uniones se juntó con los
descendientes de los esclavos traídos desde África. Con semejante mezcla
racial y tales antecedentes morales, ¿podemos acaso permitirnos poner a las
leyes por encima de los líderes y a los principios por encima de los hombres?"
(Simón Bolívar, carta a Santander, fide John Lynch, The Spanish American
Revolutions; 1808-1826, New York, Norton, 1986, p. 250)
Tal vez el análisis más profundo de la anomia del
mestizo sigue siendo la postulada por Sarmiento en su Conflictos y armonías de
las razas en América, retomada en este siglo por Martínez Estrada (M-29 y M-30)
y desarrollada por Octavio Paz, en México (P-14), cuando plantea el dilema del
"hijo de la chingada". Sigue siendo ésta la aproximación más cercana al fracaso
de la relación paterno-filial en la procreación de una mayoría sustancial de
la población mestiza, por los menos en las épocas iniciales de la cultura
híbrida de la América Latina.
En las etapas subsiguientes adquirirá enorme
importancia la estructura estamental asumida por todas las poblaciones en las
que existían las condiciones objetivas para el establecimiento de castas de
amos y siervos estrictamente diferenciadas, con las secuelas que describe
Miguens (M-59).
Alrededor de estos puntos agregaremos algunos aspectos
de importancia como son los aportes sobre las personalidades tradicionales y las
realizadoras efectuadas por estudiosos como Hoselitz (H-39 y H-40); Hagen (H-4);
Fromm (F-36); y otros, hasta llegar a contribuciones recientes de Daus (D-4);
Elías (E-4); Sowell (S-55); así como García Canclini (G-23); Bonfil Batalla;
y otros, desde México.
Notas al pie
(1)El fuerte incremento de la
difusión epidémica de enfermedades en los siglos XV y XVI, derivó de los
progresos técnicos que habilitaron navegaciones transoceánicas antes
impracticables. Las invasiones anteriores habían atravesado fronteras sobre
territorios adyacentes cuyas poblaciones tenían inmunidades semejantes, por lo
cual, las secuelas infecciosas habían sido más acotadas. Por
comparación conviene recordar, que al tiempo del descubrimiento de América,
los efectos de las epidemias también eran tremendos en el viejo mundo. En los
siglos XIV y XV la población europea había disminuido en un 30 % a causa del
hambre y las enfermedades. La Peste Negra que asoló Europa en 1347 había
terminado con entre un octavo y un tercio de la población total.
(2) La viruela, uno de los
flagelos más temidos, ingresó en las Antillas 27 años después del desembarco
de Colón, alcanzó México poco después llevada por un esclavo africano, para
extenderse luego en todas direcciones.
(3) Para subrayar los
efectos temibles del paludismo puede citarse que durante la Segunda Guerra
Mundial la ocupación de Indonesia por los japoneses, al cortar el suministro de
quinina, elevó las bajas al 74 % de los soldados británicos expuestos a los
mosquitos en las selvas del SE asiático, convirtiéndose en un factor
estratégico de primera magnitud. Sólo el reemplazo de la quinina por la
atebrina permitió conjurar el problema.
(4) Debe recordarse que el
desenfreno erótico estaba muy difundido también en el Viejo Mundo,
particularmente en las cortes, aunque existieran disimulos hipócritas y severos
castigos.
(5) De la denominación en
todos los idiomas de plantación para el sistema de explotación agrícola
orientada a la exportación.
(6) Rosenblatt (R-37), ha
señalado que en toda América no ha sobrevivido ningún grupo aborigen libre de
alguna infusión de sangre y cultura blanca. Del mismo modo se señala que en
muchas de las poblaciones indias actuales hay aproximadamente 20 % subsumido
de sangre africana (Duncan y Jones, D-65).
(7) También entre los mulatos
surgirían personalidades de gran relieve en diversos lugares. La familia
literaria de los Dumas descendía de líneas africanas de las Antillas francesas
y el poeta Alejandro Pushkin era nieto de un esclavo abisinio llevado a la corte
de Pedro el Grande, desde Estambul, hacia el 1700.
(8) Entre los asesinatos
demagógicos ordenados por el coronel Boves para complacer a sus seguidores
mestizos estuvo el de hacer colgar de las ceibas del Llano a 50 de sus aliados
realistas españoles, por el delito de ser blancos, siendo él mismo asturiano.
(9) La diversidad de acepciones
atribuibles al término marginalidad requiere aclaración. En general se refiere
a cuanto está al margen o periferia de algo. En lo cultural se aplica a
individuos, poblaciones o comportamientos que circundan a la cultura central del
grupo. Algunos antropólogos la aplican a la exclusión de los niveles
económicos y de participación altos. Para las ciencias, lo marginal es
trabajar en la frontera de una ciencia con sus vecinas.
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