Existen numerosas referencias a la identidad cultural de
los conquistadores españoles y portugueses que asumirían la función de
portadores biológicos de la cultura de Occidente en el contacto con las
culturas aborígenes nativas de sus nuevos imperios.
En verdad, toda Europa Occidental mantenía una marcada unidad cultural. A pesar
de alojar a diversas subculturas, todo el conjunto compartía una religión y
etapas históricas comunes como el Imperio Romano, los orígenes de la
filosofía y el derecho judeo-greco-romanos, las invasiones bárbaras y una
oposición masiva al Islam traducida en las Cruzadas, y en el rechazo de las
invasiones persas, árabes, turcas y mongólicas. Dentro de esta situación
general, a fines del siglo XV, la Península Ibérica era una de las regiones
más evolucionadas del Viejo Mundo. Aunque ha sido señalado que la cultura
cristiana era menos refinada que la musulmana contemporánea (Racionero, R-1),
es evidente que la Reconquista respondía a un sentido de destino manifiesto(1)
heraldo del gran viraje histórico por el cual los pueblos de Occidente
crearían y fortalecerían rápidamente sistemas institucionales y culturales
que los llevarían a destacarse y predominar sobre los demás pueblos del mundo.
Los ibéricos que se lanzarían a conquistar el Nuevo Mundo compartían los
valores de su tradición épico-religiosa medieval con los atisbos de un
Renacimiento que alboreaba en las mentes lúcidas de toda Europa.
Por ello luchaban dentro de cada peninsular las supersticiones y el apego a los
cánones estamentarios feudales y el legado moruno, con la curiosidad y los
poderosos impulsos renovadores del nuevo siglo (Rossi, R-40; Webster, W-8;
Debus, D-32). Por primera vez en la historia, en ese tiempo, la civilización
iniciaba la curva de crecimiento exponencial de los conocimientos que ya no se
detendría y este avance germinaba en Occidente tras una acumulación centenaria
de rasgos psicológicos preparatorios, los que pueden englobarse como
pretecnotrópicos.
En efecto, el avance de la conformación intelectual desde el hombre primitivo
hasta el moderno es, en general, un proceso muy lento (López Pasquali, L-37).
Por ejemplo, la compleja madeja de circunstancias históricas que han sido
englobadas como germanización desde el Norte, de las culturas europeas,
surgidas inicialmente alrededor del Mediterráneo, se procesó a lo largo de
aproximadamente quince siglos, desde las primeras irrupciones victoriosas de los
bárbaros sobre Roma, y superando innumerables vicisitudes hasta llegar al
denominado monopolio franco-germano en la filosofía moderna y la revolución
industrial irradiada al mundo desde los países que se incorporaban a la
Reforma.
Aún con estos adelantos ciclópeos las mentes de todos los europeos vivían en
un nivel de conocimientos apenas incipiente, que empezaba a admitir destellos de
racionalidad y conocimiento científico. Hoy se hace difícil comprender o
aceptar la forma de pensar de esos hombres. Los valores en que se fundaban sus
actos provocan rechazos inconscientes, a menudo injustos, en el observador
moderno. La sujeción ciega al dogma religioso; la inspiración buscada hasta el
delirio en los textos de la Antigüedad Clásica; la obediencia a las
estructuras feudales y a las normas imperiales y del pasado; la insistencia en
crear mitos fantásticos; a despecho de presentar ya algunos signos de espíritu
crítico, han sido muy atacados a la luz de formas de pensar algo más
racionales, que surgirían varios siglos más tarde, tras el fuego y la sangre
de las revoluciones inglesa, estadounidense y francesa, y después del auge y el
eclipse de muchas utopías políticas y escuelas filosóficas.
Dentro de las culturas europeas, los diversos subtipos regionales del paideuma
español formaban parte de la familia de culturas mediterráneas, romances, o
latinas. En el tiempo del descubrimiento y conquista los aportes del germanismo
y del protestantismo a la civilización recién se insinuaban, pero la
mentalidad española encerraba ya los gérmenes que la llevarían a
oponérseles. De ahí el respeto muy condicionado de la ley, la religión
entendida de tejas arriba, sin permitírsele inmiscuirse demasiado en la
conducta cotidiana de cada uno, sino fiada en un arrepentimiento de
extremaunción que borraría todos los pecados, la escasa valoración del
trabajo constructivo y una moral sexual de fuerte dualismo.
A despecho de estas limitaciones, era notorio el desnivel general entre la
cultura de los embajadores de Occidente, respaldada por siglos de civilizaciones
progresivas, dotada de instituciones funcionales (administración, tribunales,
universidades, manufacturas, etc.) con herramientas y armas eficaces, y las
culturas aborígenes que contaban con elementos mucho más atrasados para
oponérseles. Particularmente en lo relativo a la justicia los europeos se
apoyaban en una tradición escrita que venía perfeccionándose desde hacía
miles de años, partiendo de los remotos códigos de Hammurabi y los de Ashoka,
las tablas mosaicas, y los códigos tartesios hasta desembocar a través de la
jurisprudencia romana y la codificación medieval de los Fueros y el Fuero Juzgo
del siglo XIII, en los textos de San Isidoro de Sevilla, las Partidas de Alfonso
el Sabio y otros muchos legistas de pro.
"EL más rústico de los conquistadores estaba
familiarizado desde la infancia con procedimientos de agricultura y ganadería,
con la elaboración de los metales y un sin fin de elementos de cultura que
flotaban en su ambiente y que eran propios del desarrollo de la península
ibérica en aquel momento. Eso determinaba, naturalmente, que cualquier labriego
conquistador tuviera un desarrollo intelectual superior al del sacerdote o sabio
indígena".
(Martínez Peláez, M-31, p. 28)(2)
Un aspecto notable del contacto cultural que echaría los
cimientos de la América Latina, es que el enorme aporte cultural occidental
sería acarreado por varones, casi sin compañía femenina, provenientes en su
gran mayoría de las capas sumergidas de la sociedad de origen. Con pocas
excepciones, los aproximadamente 200.000 ibéricos que llegaron a América en
los siglos XV y XVI, y que lograron someter a una masa estimada de entre 30 y
100 millones de indígenas, esparcidos en señoríos y tribus con muy escaso
contacto entre sí, sobre 24 millones de km2, serían la escoria de Sevilla
(Montalvo) o la más escogida colección de gentuza que nunca se juntó (Lesley
Bird Thompson), lo que no impide reconocerles una audacia, coraje y tesón casi
increíbles.
Algunos autores como David Landes (L-5b, p. 7) irían bastante más lejos en
estos juicios al referirse al comportamiento de los conquistadores:
"... (los testimonios de la ferocidad de los
españoles) estaban todos
allí: las expresiones de brutalidad gozosa, los asesinatos a mansalva
y sin ambajes, ni remordimientos, la competencia gentil para imaginar torturas,
el refinamiento, el dolor, las explosiones de frenesí
criminal, el odio a la vida, los regueros de cadáveres marcando la
ruta de las minas (...) nada parecido volvería a verse hasta las ca
cerías de judíos y los genocidios de la Segunda Guerra Mundial."
Aunque al tiempo de la conquista el paideuma ibérico
tenía todavía muy frescos los valores aristocrático-militar-religiosos
medievales, ellos sufrirían una rápida evolución en el Nuevo Mundo.
Aproximadamente un diez por ciento de los embarcados hacia América eran
nominalmente hidalgos(3), pero de estos pocos eran de solar conocido y vieja
estirpe, sino de los llamados de privilegio, o sea plebeyos iletrados premiados
por servicios a la corona, generalmente en hechos de guerra, a los que se
sumaría un aluvión de títulos concedidos por el rey a sus vasallos de
América, los que por su sobreabundancia serían vistos desdeñosamente por los
linajes tradicionales. Estudios posteriores podrían decir:
..."ni la alta nobleza española echó raíces en
suelo americano, ni hubo linajes locales(4) que se desarrollaran hasta llegar a
formar parte de ella".
(Lohmann Villena, fide Correa de Oliveira, 0-2).
La aristocracia de América, salvo en limitados enclaves,
tendría tono menor y sin convencimiento.
Viene al caso recordar que los siglos XVI y XVII, además del auge de las
órdenes militares, pasarían a la historia de España como los siglos de
oro,
con una pléyade de brillantes pensadores y literatos (de Vitoria, Suárez,
Soto, Maldonado, Cervantes Saavedra, Lope de Vega, Calderón de la Barca,
Alarcón, Fray de León y Herrera, Nebrija). Particularmente la justicia
española conocería entonces su mejor época, fortalecida por el notable viraje
ejemplarizador de los reyes católicos sobre el desgobierno de sus predecesores.
A pesar de este lustre, de la turba española en Indias se ha dicho que
procedía de los sectores explotados o, por lo menos, sin esperanzas en la
sociedad europea, que traían el decidido propósito de convertirse en
explotadores. Tenían por ello una energía y aptitudes destacadas que se irían
perdiendo a medida que la vida muelle de la América colonial los fuera
embotando. Habrá numerosas referencias hasta los tiempos actuales, mostrando a
inmigrantes tenaces y ahorrativos, hijos de la ardua competencia cotidiana en el
Viejo Mundo:
"...casi siempre zafios, codiciosos y con pocos
escrúpulos morales, que al morir dejaban a sus hijos en posesión de cuantiosas
fortunas. "
(Martínez Peláez, M-31, p. 122)
Al tiempo de las exploraciones y conquistas, paralelamente
con los esplendores de los Habsburgo, proliferaban en las ciudades de la
península verdaderas Cortes de los Milagros compuestas por legiones de
bribones, mendigos, deudores, truhanes, espadachines a sueldo, maleantes,
trotamundos, el proletariado militar de las guerras de Italia y de Flandes, y
todo tipo de personajes convertidos por la necesidad en carne de presidio, que
pasaban sus vidas en regateos y trampas alrededor de cada maravedí. Grupos
crápulas de este tipo reconocían antecedentes desde los tiempos más remotos y
habían inspirado literatura desde Suetonio y el Satiricón clásicos, en
diversas épocas, llegando a la novel of roguery de los países europeos. Sin
embargo, sería en España, coincidiendo con la Conquista, que las aventuras y
desventuras de esta población darían pie a todo un género literario, la
novela picaresca, con sus antihéroes El Lazarillo de Tornes, el Buscón,
Rinconete y Cortadillo, Guzmán de Alfarache, y sus contrapartes hembras, La
Celestina, La niña de los embustes, Teresa de Manzanares, todos ellos de
similar laya (Alboy, A21; Parker Alexander, P-8). Sin lugar a equivocarse, la
mayoría de los audaces que tripularon las expediciones a América, procedían
de este conglomerado picaresco, al que se sumaba una turba de soldadesca
habituada al saqueo y a la violación, segundones, los extranjeros que sentaban
plaza como aventureros, campesinos sin tierra y otros desplazados de la cultura
central española. Estos rasgos temperamentales no se limitaban a los rangos
bajos, sino que podían extenderse a la mayoría de los jefes decantados en la
turbia praxis indiana.
Kirkpatrick (K-3) podrá decir:
"..las biografías de Pizarro, Almagro (en el Perú)
y Belalcázar (fundador de Quito) tienen todas ellas, en sus primeros años,
algo de las páginas de una novela picaresca; y la biografía de otro
conquistador, Alonso Enríquez de Guzmán, es toda ella urca narración
picaresca."
No puede extrañar que un escritor famoso sintetizara la
opinión general sobre los embarcados hacia América diciendo:
"... Viéndose pues falto de dinero, y aún con no
muchos amigos, se acogió al remedio a que otros muchos perdidos en esa ciudad
(Sevilla) se acogían, que es el de pasarse a las Indias, refugio y amparo de
los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de los
homicidas, añagaza general de mujeres libres."
(Miguel de Cervantes Saavedra)
"A estas partes (América) han pasado muchas
diversidades de hombres y lenguas y por mayor parte más codiciosos que
continentes, y más idiotas que sabios, y más personas de baja sangre que
hidalgos e ilustres."
Desde los comienzos los reyes dispusieron:
"suspender el conocimiento de los negocios y causas
criminales contra los que van con Cristóbal Colón, hasta que vuelvan.
(Provisión Real del 30 de abril de 1492, dirigida a los Oidores de nuestra
Audiencia y otras justicias).
Se reiterarían los indultos hasta de penas de muerte, con
tal que los reos se embarcasen hacia América.
Esta ralea, en buena parte patibularia, y casi toda inescrupulosa,empujada por
intereses mezquinos y visiones fantasiosas, se vería sometida en los primeros
tiempos de navegaciones, exploraciones y conquistas a penurias tremendas que han
quedado patéticamente registradas en mil documentos de la época. Aún sin
contar con las feroces guerras contra ejércitos nativos que los superaban cien
a uno, la misma naturaleza de América parecía cerrarles el paso, testaruda,
hacia los tesoros presentidos. Diría Castellanos en su relato lírico de la
expedición de Quesada por las márgenes del Magdalena:
"Vio menoscabada tanta gente
De graves calenturas y de llagas,
Causadas por las plagas del camino,
Garrapatas, murciélagos, mosquitos,
Voraces
sierpes, cocodrilos, tigres,
Hambres, calamidades y miserias,
Con otros
infortunios que no pueden
Bastantemente ser encarecidos."
De los novecientos airosos conquistadores salidos de Santa Marta, sólo ciento
sesenta y seis sobrevivieron (Kirkpatrick, K3, p. 237). En forma similar han
quedado proverbiales los padecimientos de los compañeros de Loaysa, de
Alcazaba, de Francisco Camargo, de Pedro de Mendoza en la región austral,
balanceados por otros, tanto o más trágicos, en Nueva España, la Florida,
Panamá, Nueva Granada, Guatemala, Las Antillas, el Alto Perú y en todos los
rincones de América transitados por el incansable pie de los europeos
deslumbrados por el Nuevo Mundo.
Valgan como ejemplo las declaraciones de compañeros de Gaboto en su excursión
por el Paraná, en 1530:
"... a tanto llegó la desesperación de los
tripulantes (que) deseaban todos la muerte más que la vida, porque ese testigo
se la oyó demandar a Dios a muchos de ellos por no pasar el trabajo e hambre
que pasaban".
(Torre Revello, José, en: El catalán Miguel de Rifos, compañero de Sebastián
Gaboto, Buenos Aires, 1937).
Para ser justos, conviene recordar, además, que ninguna de las huestes zarpadas
desde las metrópolis con vocación imperial hacia sus nuevos dominios, sería
precisamente seleccionada por su excelencia moral:
"Casi todas las colonias tuvieron como primeros
habitantes hombres sin educación y sin recursos, a quienes la miseria y la mala
conducta empujaban fuera del país que los había visto nacer, o especuladores
ávidos y caballeros de industria. Hay colonias que ni siquiera pueden
reivindicar semejante origen: Santo Domingo fue poblada por piratas y en
nuestros días los tribunales de justicia de Inglaterra se encargan de poblar
Australia."
(de Tocqueville, T-8)
Las partidas de franceses, ingleses, holandeses y otros
europeos que se lanzaban a la riesgosa y agotadora aventura de sus respectivos
imperios eran todas, en general, de baja catadura. Abundaban entre ellos los
convictos, las prostitutas y, en todo caso, los desesperados, que cifraban una
última esperanza en la amplitud de oportunidades que la azarosa empresa
permitiría explotar con escasos escrúpulos. Algunas colonias hoy convertidas
en países modernos y ricos, como Australia, reconocen paladinamente el origen
sombrío de sus primeros pobladores, lo que no les ha impedido desarrollar
instituciones decididamente tecnotrópicas y comunidades altamente realizadoras
(Rosecrane, R-38).
Los contados grupos de elevado tono moral, como las diversas fracciones
puritanas(5) que desembarcaron en la costa atlántica de Norte América, fueron
minorías, aunque su coherencia éticoreligiosa hizo que fueran pronto
reconocidas como ejemplares e inspiradoras para la creación de los mitos
fundacionales de sus nuevas sociedades y ejercieran alta influencia en la
plasmación de sus instituciones (R-8).
Cada una de las naciones de Occidente que se lanzaron a la conquista de imperios
tendría rasgos diferenciales en sus caracteres culturales, sobre los que
todavía no existen suficientes estudios comparativos. Sin embargo, parece
evidente que los conquistadores españoles se lanzaron a la empresa en un
momento de euforia cultural como muestra avaramente la historia. No solamente
los Reyes Católicos habían logrado concretar la no menuda hazaña de unificar
a toda España, sino que se habían granjeado la simpatía y la virtual alianza
del Papado en sus empresas, habían rematado la ardua reconquista de los reinos
moros de la península, con la rendición de Granada, y además, bajo los
Habsburgo, los ejércitos españoles con las tácticas que se hicieron célebres
del ordenamiento spagnuolo y su predominio en las armas de fuego, lograrían
victoria sobre victoria conducidos por Juan de Austria, por Gonzalo Fernández
de Córdoba y por el Duque de Alba en todos los campos de batalla de Europa, a
menudo contra ejércitos muy fuertes.
La combinacion de estos triunfos había creado en el español una actitud
soberbia y agresiva. El mismo carácter religioso de sus gestas daría
alicientes principistas a la violencia y el saqueo (José Dolores Gámez,
Historia de Nicaragua). Los capitanes de Castilla procederían con el
convencimiento de que destruir al enemigo era parte de una empresa recompensada
en el cielo. Ello reforzaba en ellos el antiquísimo derecho de conquista,
colocando al vencido bajo el vae victis, sin ningún derecho. Esta actitud
lograría asombrosas victorias sobre adversarios poderosos, pero dejaría un
reguero de agravios y resentimientos que perdurarían en las relaciones con los
derrotados durante siglos.
Es notoria, por ejemplo, la diferencia de actitud de los navegantes y mercaderes
lusitanos, quienes desprovistos del orgullo victorioso y del apoyo de poder
metropolitano de los españoles, tras un período inicial violento pero breve,
se caracterizaron por una colonización y creación de factorías y enclaves
desde Goa hasta Macao en todo el mundo sobre cimientos mucho más negociados que
impuestos por la fuerza.
Otro aspecto vinculado también con la idiosincrasia de los actores fue la mucho
mayor presión impuesta por la administración central española que insistió
siempre en controlar estrechamente a sus funcionarios y delegaciones indianas,
en tanto que las metrópolis portuguesas, británicas, holandesas y francesas
tuvieron administraciones de saludable negligencia dando lugar a colonias
poco
gobernadas (Bagú, B-2) en las que la población local pudo asumir
responsabilidades de gobierno e institucionalización más tempranas, amplias e
independientes.
Como corolario de todas estas circunstancias, en las colonias ibéricas
conquistadas desembarcaría sólo un salpicado leve de intelectuales,
aristócratas y moralistas, y ni siquiera abundarían en carabelas y galeones
los artesanos y campesinos dispuestos a labrarse un porvenir con su trabajo
honrado. Para peor, el mal ejemplo vendría de los pocos encumbrados. El oidor
Matienzo escribiría al Rey al pedir refuerzos para la recolonización de Buenos
Aires, tras ser despoblada por Irala:
"...los más habían de ser ciudadanos, mercaderes y
labradores,
pocos caballeros, porque éstos ordinariamente no se quieren aplicar a tratos ni
a labranzas, syno ándanse holgando y jugando y paseando y haziendo cosas de
poco provecho y en mucho daño e inquietud de los que están sosegados y
pacíficos y piensan que es poco todo el pirú para cualquiera dellos y aunque
todavía son menester algunos asy para la guerra como para sustentar la tierra
que poblasen, an de ser pocos y muy conocidos".
"Pero ¡ay! hasta los más diligentes labradores, los ciudadanos y los artesanos habituados al duro trabajo de España se dejarían ganar pronto
por las mismas ideas y las apetencias de los caballeros estimuladas por el
espejismo de América."
Diría poco después el obispo Illana:
"...los maestros de obras no sólo no quieren serlo
en estas tierras, sino que no admiten siquiera que les recuerden que alguna vez
lo fueron e darían una puñalada a quien se lo llamase."
(Fide Inchauspe, I-7, p. 95).
Conviene recordar que dichas ínfulas de altura social
venían ya muy marcadas desde la Península. En 1513, el embajador florentino
ante los Reyes Católicos, Francesco Guicciardini, dirá en su Diario del
viaggio in Spagna que sus artesanos tienen en la cabeza fumo di fidalgo, y
Saavedra y Fajardo aducirá:
"el espíritu altivo y glorioso aún en la gente
plebeya, despreciadora de las ocupaciones impropias de la nobleza".
Hay incontables referencias de observadores extranjeros
acerca de la inconstancia de muchos obreros y artesanos peninsulares quienes con
sólo ganar unos reales se ciñen la espada al cinto y pasean muy hidalgos, o
alzan guitarra y chaquetilla bordada y salen de juerga, hasta que la necesidad
los vuelve al taller (fide Menéndez Pidal, M-54, pp. 77/78). Como se verá más
de una vez, muchas raíces culturales se hincan en la Madre Patria. Los aspectos
poco conducentes del alma ibérica se verían con frecuencia reforzados por las
inevitables tensiones y exigencias de la aventura colonial. Los peninsulares se
encontrarían en América con la colosal dimensión del escenario, con una
multitud de esclavos que, pasada la primera faz de lucha abierta, resultaban
prácticamente gratuitos, concedidos en merced por docenas, centenares y hasta
millares. Esto unido a la portentosa distancia y precaria jurisdicción de
tribunales, jueces y autoridades, el desenfreno de codicia y lujuria
desencadenado por la visión magnificada de los tesoros de América, potenciado
por la actitud de provisoriato con que la mayoría de los conquistadores
contemplaban su estadía en el Nuevo Mundo, contribuirían a borrar los límites
de conducta que, de alguna manera, habían institucionalizado una convivencia
civilizada en la metrópoli. Esto sacaría a relucir valores y actitudes
largamente reprimidas. Aquellos iberos con temple de acero y pasiones
vitriólicas rechazarían impacientes cuanto se opusiera a sus deseos y acciones
desmesurados(6).
Por añadidura, el individualismo extremado de los españoles provocaría la
tendencia desde siempre presente en la península a condonar los delitos o
suavizar las condenas:
"todos allí miran a quien cae bajo el peso de la
ley, más como víctima de la desgracia que como un culpable dañoso, siempre la
consideración del individuo se antepone al de la colectividad."
(Menéndez Pidal, M-54, p. 4).
En muchos lugares de la América Latina hasta nuestros días, para el vulgo,
matar a otro no se llama asesinato, ni crimen, sino desgraciarse, y eso tiene
una notoria connotación ibérica. Cuando justicia y sociedad atraviesan
períodos aciagos, esa tendencia degenera fácilmente en anarquía. Nadie se
siente personalmente obligado por la ley común. Surge así el aforismo: Las
leyes sólo sirven para darse el gusto de no cumplirlas, hasta el abyecto para
el amigo, hasta lo injusto, para el enemigo, ni la justicia, caldo de cultivo de
favoritismos, caciquismos, y caudillismos, con la inevitable decadencia del
civismo y de todo el sistema de convivencia. Aún peor es el mensaje recogido
por la vox populi, aplicando en los hechos sociales cotidianos el dicho español
de para el amigo todo, para el enemigo, la ley, con lo cual el derecho pasa a
constituirse en la herramienta de la arbitrariedad y en un serio obstáculo para
constituir una comunidad sólida. El escepticismo popular así provocado, en
muchos lugares con justicia poco confiable, se expresa en adagios lapidarios
como el calabrés chi ara diritto, muore disperato (Floria, F-16), todas formas
de admitir, tolerar y hasta glorificar la anomia(7).
No es difícil vincular estas tendencias de los españoles de los siglos XVI y
XVII, con versiones latinoamericanas posteriores como la definición agridulce
del hombre que está solo y espera, en Buenos Aires:
"El porteño no piensa, siente (...) tampoco ama la
cultura intelectual de tipo europeo, sino que prefiere la improvisación. Y aún
las severas normas éticas le parecen postergables ante los imperativos de la
amistad o del agradecimiento. De aquí una especie de clemencia frente al que
viola las convenciones y las normas, porque más valor parece tener un rasgo
generoso, un rapto de audacia, una entrega radical a un sentimiento, que la más
severa sujección a rígidos principios racionales. Todo esto es algo propio del
`hombre de Corrientes y Esmeralda', que parece provenir de la actitud vital del
gaucho o acaso del espíritu de la tierra."
(Scalabrini Ortiz, S-29)
"... el amor español de los principios y el desdén
por el compromiso pragmático, reflejo de aquella clase de mentes que produjo
grandes santos y grandes inquisidores, píos beatos tragasantos y quemadores de
iglesias, Don Quijote y Sancho Panza. Esta tendencia al idealismo abstracto,
combinada con el código de la absoluta lealtad personal a un líder, explica el
carácter, angelical y diabólico al mismo tiempo, de muchos políticos
latinoamericanos del siglo XIX."
(Reed, R-24, p. 38)
A la inversa, no deben olvidarse frases sensatas como las
de Kirkpatrick:
"Al enjuiciar la obra de los españoles en América
se piensa, naturalmente, en la obra posterior de los ingleses en América del
Norte. Al momento surgen puntos de contraste. Como la primera colonia española
permanente data de 1493 y la primera colonia inglesa de 1607, habiéndose
reproducido ambos países en el Nuevo Mundo, la Inglaterra era la de los
Estuardos y la commonwealth, mientras que aquella España era la de los Reyes
Católicos y la de Carlos V. La colonización española coincidió con el
período de exploración aventurera; la colonización inglesa siguió al
período de aventuras. Cuando se acusa a los españoles de inhumanos e
ineficaces hay que recordar esta diferencia de tiempo. Todo lo que se ha dicho -en
primer lugar, por españoles- sobre esa crueldad y esa ineficacia, es verdad,
pero no la verdad completa. Debe recordarse que durante ese mismo período
también conquistaban y colonizaban los ingleses, pero en Irlanda; y se dudaría
antes de afirmar que su conducta fue más eficaz o más humana."
(Kirkpatrick, K-3, p. 259)
Los caracteres diferenciales más importantes para
explicar la gran diferencia en el curso posterior de las colonias noreuropeas
con las ibéricas, incluyendo a los individuos que en ellas se conservaron
étnicamente blancos, es que, si bien todos los europeos que viajaban a los
nuevos territorios lo hacían para dejar atrás las estrecheces del Viejo Mundo,
era bastante distinta la actitud hacia el trabajo y los medios de hacer fortuna
en unos y en otros.
La descolonización mental
Tendría importancia, además, acercándonos a nuestros
tiempos, que los españoles nacidos en América, al madurar las ideas
independentistas, abjuraran ruidosamente de todo vínculo con la cultura
española, por considerarla sinónimo de oscurantismo y atraso. Desde los
inicios de las naciones criollas en 1810, prácticamente toda la intelectualidad
patriota del continente, y luego sus sucesores de fines del siglo XIX y
comienzos del XX, coincidirán en que las raíces culturales hispánicas
representaban un legado espurio de España a sus colonias(8).
Si bien debe descontarse el componente de saña de combate que acompañó a
todas las guerras de la Independencia y que tendería a apaciguarse al retornar
la paz, resultan reveladoras las manifestaciones patrióticas de la época
rechazando los valores profundos del hispanismo. Así dirá, por ejemplo, el
guayaquileño José Joaquín Olmedo, en su celebrado Canto a Bolívar o A la
victoria de Junín:
"Guerra al usurpador, -¿qué le debemos?
¿Luces,
costumbres, religión o leyes... ?
¡Si ellos fueron estúpidos, viciosos,
Feroces, y por fin supersticiosos!
¿Qué religión? ¿La de Jesús?
¡Blasfemos!
¡Sangre, plomo veloz, cadenas fueron
Los sacramentos santos que
trajeron!"
En las colonias sajonas también hubo Guerras de Independencia con
acompañamiento de odios, sangre y desolaciones, pero fueron mucho más breves.
Los valores culturales comunes fueron mejor respetados y recuperarían pronto
toda su vigencia. Varias colonias del imperio británico donde la población
nativa había sido escasa como Australia y el Canadá se mantuvieron
voluntariamente en el Commonwealth y la comunión cultural con el grupo sajón
se expresa hoy en la política internacional con alianzas y pactos militares.
Los españoles percibirán claramente este rechazo, sin encontrar soluciones
dentro de su propio desconcierto. En 1846, Dionisio Alcalá Galiano lamentará
el absoluto rompimiento entre la América española y su madre patria, alegando
que los escritores americanos han querido renegar de sus antecedentes y olvidar
su nacionalidad de raza.
Según el liberal chileno Francisco de Bilbao en su Evangelio Americano, el
progreso consistía en desespañolizarse. Y eso se repetía en toda la América
española. El ínfimo aprecio inspirado por el legado aborigen y el de los
africanos, agregado al rechazo del hispanismo conducirán a culturas criollas
con débil arraigo en la propia historia. En ellas será frecuente que grupos
numerosos tomen a la modernización como una exigencia exótica teñida de
extranjerismo y, además, como una inauguración absoluta. Esta extrañeza con
el pasado es más perceptible donde el proceso social autonegó más la
historia, como ocurrió en la Argentina y el Uruguay. En ellos, es notoria la
inexistencia de un sistema de referencias visuales (ruinas, monumentos,
iconografia) del pasado, en la formación de la cultura moderna (García
Canclini, G-23, p.135) como existe en los países que han heredado las sombras
de un pasado ilustre, como el incaico, el maya o el azteca.
A comienzos del siglo XIX el desafio creciente de los imperios rivales había
venido sumando derrotas difíciles de asimilar para él orgullo español.
Tanto los avances de las fronteras portuguesas en el Brasil, como las insolentes
desolaciones de Cartagena, Maracaibo, Veracruz y otras ciudades del Caribe, por
piratas y corsarios, el reiterado apresamiento de navíos españoles y el
desastre de Trafalgar, en 1805, confirmando a Inglaterra como patrona de los
mares, añadidos al avasallante paternalismo napoleónico sancionado en la
tragicómica abdicación de Bayona, eran inocultables signos de la decadencia
del otrora imbatible poderío español. A esta sensación de derrota se debería
la explosión de orgullosa revancha que acompañó en España y en todas sus
colonias la noticia, en 1806 y 1807, del doble triunfo porteño en el rechazo de
las Invasiones Inglesas. En esa oportunidad, la población en masa del Río de
la Plata había firmado con su sangre la adhesión al paideuma hispánico-católico
rechazando el poderío militar y los avances diplomáticos y comerciales
británicos.
Un aluvión de ditirambos procedentes de todos los rincones del imperio coronó
a la muy noble y leal capital del sur(9). Españoles europeos y criollos
habían peleado codo con codo con todas las castas contra el enemigo odiado y
temido. La victoria tonificaba el pundonor común. En ese momento de gloria
pocos podían prever el estallido del frente interior español en los odios de
una tremenda guerra civil que dispersaría los trozos del imperio. Menos
todavía que los hijos de España en América pondrían en la picota los rasgos
de fondo de su carácter étnico-nacional.
Toda la cultura hispana entraría en un período de escisión en dos campos
irreconciliables, lo que se denominaría las dos Españas (M-54, O-3) desde
fines del siglo XVIII continuando hasta rematar en la guerra civil de 1936.
La lucha de los iberoamericanos por su independencia ha sido caracterizada
infinidad de veces como una guerra civil entre españoles, aferrados, unos, a la
tradición gloriosa de la España de siglos anteriores con su representante
Fernando VII (Díaz Plaja, D-48), e ilusionados los otros con seguir las huellas
de los países que más rápidamente mejoraban sus estructuras institucionales,
tanto políticas como productivas y comerciales. Los mismos conflictos básicos
que se debatirían en América entre absolutos y liberales, entre patriotas y
realistas, entre leales y revolucionarios, serían los que separarían las
facciones en que quedaría escindido el espectro político en la propia España.
La distancia geográfica que separaba a los insurrectos americanos de los
centros del poder de la corona, el hecho de que masas criollas considerables
abrazaran entusiastas la idea de patrias nuevas por odio y revancha contra los
godos, la adhesión a las ideas libertarias de numerosos grupos combativos y de
militares profesionales talentosos, se sumarían para que el triunfo de las
ideas republicanas antecediera bastante en América a los acontecimientos
similares que en la Península demorarían siglo y medio en concretarse. El
trasfondo ideológico cultural sería el mismo; la dificultad de los españoles
por incorporarse al avance de los tiempos y la desconcertante evidencia de su
decadencia relativa desde un pasado de esplendor a un presente opaco y a un
futuro incierto. Los avances institucionales y culturales que se sucedían en el
noroeste de Europa prendían con desesperante lentitud en la Península.
El intento de disociarse de esta condena quedará muy claro en las frases de
Alberdi:
"Este poder ibérico consiste en cien habitudes, en
cien tradiciones intelectuales, morales y materiales que se mantienen aún entre
nosotros. Una guerra quiere ser abierta contra ellos después de la que tuvimos
hecha a sus armas y únicamente cuando hayamos obtenido la doble victoria nos
será permitido decir que hemos sacudido el yugo."
(Alberdi, fide Korn, K-10, p. 217)
Por lo menos hasta la reciente consolidación de España,
la opinión que despertaba en muchos queda sintetizada en la siguiente cita:
"Aunque España está bastante más adelantada que
los países de América Hispana en la mayoría de los índices claves del
progreso humano, se encuentra atrasada respecto de las democracias de Europa
occidental y de América del Norte, Australia y Japón. ¿Qué es lo que se ha
interpuesto en el camino de España? (..) en gran medida ha sido decisiva su
incapacidad para construir un sistema político viable y estable con el cual se
pudiera identificar la mayoría de los españoles. Esa incapacidad ha estado
acompañada del cataclismo político crónico o de la estabilidad opresiva de la
dictadura (..) sumamente desalentadora para la actividad empresarial (..). 1)
alto grado de autoritarismo que los españoles experimentan toda su vida. 2) el
poco valor que se le atribuye al trabajo y al éxito práctico probablemente ha
reprimido el instinto empresarial y ejecutivo de los españoles, contribuyendo
de ese modo también a unas tasas reducidas de crecimiento económico."
(Harrison, H-19, p. 221)
La amargura de los españoles ante la decadencia se hará
clásica en la conocida frase de Ángel María Ganivet, cónsul de España en
los Estados Unidos:
"...¡qué pecado habremos hecho nosotros los que
fuimos los dueños del mundo, para haber caído así!"
La ruptura de la Independencia lanzó a los españoles
criollos líderes de la nueva situación y herederos de la realidad colonial de
predominio de la cúpula blanca, a navegar por su propia cuenta por los mares de
la historia aprovechando, bien o mal, el capital social acumulado por la
comunidad europea acriollada en América. A despecho de los diversos -e
interesados- arrestos de comunión etnocultural, la participación de los
aborígenes en los gobiernos criollos, seguiría siendo de rango bajo, puramente
complementaria, y siempre dominada por los grupos blancos criollos.
A los criollos hispanoamericanos les cupo el mérito de haber seguido de cerca a
los pobladores de las Trece Colonias Sajonas en el movimiento descolonizador,
precediendo en más de un siglo a los colonizados de África y Asia, pero, a
diferencia de los descendientes de ingleses y franceses americanos que
mantuvieron siempre expedito el cordón umbilical de la identidad cultural con
su origen europeo, los españoles criollos, como ya hemos visto, decidieron
hacerlo, en adelante, huérfanos de las sombras rectoras del rico pasado
usable(10) peninsular. Esto es sin Viriato y sin Pelayo, sin el Cid y sin
Alfonso el Sabio, sin Santiago y sin San Isidoro, sin el ejemplo de los grandes
reyes y emperadores que habían dictado su ley al mundo y sus genios que habían
aportado ideas, conocimientos y belleza a la civilización. El mezquino presente
que vivía España en los siglos XVIII y XIX, gobernada por reyes mediocres,
sumida en cismas ideológicos profundos, perdiendo a grandes pasos la carrera de
la acumulación de capital social, del tecnotropismo y de la Revolución
Industrial frente a sus competidores, inhibieron cualquier esfuerzo hecho por
los contados abogados que le quedaban en América, por retener los vínculos
culturales de los siglos compartidos lado a lado, pero con las irritantes
diferencias de castas de por medio.
Si se tiene en cuenta que la oleada de restauración realista que acompañó el
retorno de Fernando VII y el transitorio triunfo del absolutismo
postnapoleónico de la Santa Alianza alcanzarían a barrer con la mayoría de
los gobiernos patriotas de la primera hora, con el suplicio de muchos de sus
líderes, no puede extrañar que, contrario sensu, quienes querían evitar la
disolución del imperio español de América sufrieran la saña de los patriotas
cuando éstos eran vencedores. Uno de los ejemplos demostrativos fue el
fusilamiento de Santiago de Liniers y sus compañeros, en Cabeza de Tigre, y el
ahorcamiento de Martín de Álzaga a pesar de haber sido aclamados poco antes
como héroes del rechazo de las Invasiones Inglesas en Buenos Aires (Corbiére,
C-62).
Debe destacarse que ya en esos tiempos liminares de las nacionalidades criollas,
éstas mostrarían el déficit de originalidad ideológica que volvería a ser
señalado frecuentemente por los analistas posteriores. El pensamiento y la
acción de los revolucionarios latinoamericanos calcaron con entusiasmo las
teorías de Voltaire, de Montesquieu, de Locke, de Hume, de Rousseau, de los
enciclopedistas, y de toda la gama de pensadores europeos contemporáneos, a
veces hasta en sus facciones y conflictos, volcada sobre los moldes del Derecho
de Indias, pero les agregaron escasas contribuciones elaboradas por sí mismos.
Hay en ello una notable diferencia con los próceres
estadounidenses que iban
elaborando y proclamando ejemplos institucionales de su propia factura, para sí
y para el resto del mundo. Esta carencia de originalidad, este marchar a la
rastra de ideas ajenas, se verían tristemente complementados cuando, ya
organizadas las repúblicas criollas, desde comienzos del siglo XX, una parte
dominante del liderazgo intelectual y de la opinión pública latinoamericana
mostrara un agrio resentimiento contra los pueblos que les habían ofrecido una
buena parte de la inspiración para sus embrionarios intentos de
institucionalización republicana, fueran éstos los ingleses, los franceses o
los estadounidenses.
Para los hispanoamericanos, lo que podía interpretarse como una audacia
intelectual libertaria, significaba, a la vez, lo que pocos pensaron,
autoamputarse todos los componentes del pasado usable procedentes de su raíz
peninsular. Cerrado el camino de la mitificación de los muchos episodios y
personajes heroicos de la tradición española, los españoles criollos
tendrían que edificar sus propios mitos a partir de casi nada, sin otra materia
prima que la ayuda psicológicamente bastante remota de los admirados pero
exóticos modelos recién incorporados por las Revoluciones Gloriosa, de Gran
Bretaña, la Estadounidense y la Francesa, cuyas premisas serían indigeribles
sin muchos ajustes previos para muchos de los mismos españoles y, va sin
decirlo, para las mayorías arcaicas y mestizas.
Las ideas de la Ilustración a pesar de su irrupción durante el siglo XVIII en
España y de haber encontrado allí expositores brillantes como Jovellanos,
Aranda, Campomanes, Floridablanca, Olarvide, etc., tuvieron una aceptación muy
lenta en la legislación y más aún en la praxis política y económica. Se
dijo de ellas con razón que constituyeron una revolución más literaria que
efectiva.
Este nuevo desencuentro con la historia, sumado al ya rancio protagonizado por
blancos y morenos(11) representaría un nuevo germen de profundo dualismo en los
paideumas latinoamericanos. En el famoso discurso de la Angostura, Simón
Bolívar diría:
"Francia e Inglaterra aleccionan a las demás
naciones de toda especie en materia de gobierno (..) su revolución como un
brillante meteoro inunda al mundo con tal profusión de luces políticas que ya
todos cuantos piensan algo han aprendido cuáles son los derechos del hombre y
cuáles son sus deberes, en qué consisten la excelencia de los gobiernos y en
qué consisten sus vicios."
(fide Maeztu, M-5, p. 165)
Aún frente a estos ejemplos, la cultura cívica de los
grupos de españoles criollos conservaron muchos rasgos opuestos al principio de
respeto a la opinión de cada uno, subyacente en la democracia moderna. La
tendencia de los idearios de las revoluciones británica, francesa y
estadounidense coincidían en crear poderes autoequilibrantes, cuyo mismo
accionar sería capaz de neutralizar los abusos propios de la esencia humana y
de la concupiscencia de hombres comunes, y no de iluminados incorruptibles.
Daban herramientas efectivas al ciudadano común, por primera vez en la
historia, para controlar a los que manejaban el poder. La mentalidad política
muy arraigada en los latinoamericanos los ha llevado a construir
semidemocracias, con instituciones dirigidas a permitir al poder gobernante
controlar al ciudadano común y no a la inversa. Hay en el fondo una profunda
desconfianza del accionar del vulgo, que se trasmite desde la idiosincrasia
político-administrativa de la España absolutista y contrarreformista.
Será así habitual la inclusión constitucional de normas que limitan cualquier
derecho individual cuando se oponga a algunos principios comunitarios: orden,
moralidad, buenas costumbres, interés nacional, etc., con frecuencia no bien
definidos. Los derechos civiles en la justicia latinoamericana siguen con
frecuencia limitados y no son inalienables. Existen en la ley diversas
restricciones o posibilidades de coartar en los hechos libertades básicas, como
las de reunión, de expresión, de publicar ideas, peticionar a las autoridades
y otras, que sólo tras dura lucha van siendo liberalizadas. Para casos
similares la legislación sajona solamente especifica que el Congreso no hará
ninguna ley que prohiba, restrinja o abrevie dichos derechos, como expresión de
una actitud de fondo celosamente respetada. Esto se trasunta en las
instituciones y su funcionamiento. Estas diferencias básicas en la
interpretación de las instituciones y de los valores en que se fundan se
traducirán en el accionar político-administrativo cotidiano. Serán
frecuentes, por ejemplo, hechos muy trascendentes como el desprecio por la
división de poderes y su función de control recíproco, tanto como factores
menores, como la vigencia de métodos eleccionarios sobre listas sábana que
dificultan la relación de los funcionarios electos con sus electores,
favoreciendo, por el contrario, el control político desde la cumbre partidista.
Esto dista de una república sana y choca con las declaraciones teóricas de
leyes y constituciones. La falta de confianza en los derechos ciudadanos
individuales y la falta de control de los gobernantes en el poder ha sido
señalada reiteradamente por quienes leen declaraciones pomposas inspiradas en
la doctrina republicana pero que, en los hechos, dejan al descubierto una
realidad muy diferente, porque los limitantes informales de la cultura
mediterránea y de los trasfondos arcaicos, siguen actuando encubiertamente en
la letra fina y en la interpretación de las grandes frases.
Una vez más es notable el contraste con las colonias británicas y francesas de
la América septentrional, en las cuales los idearios de base y su aplicación
efectiva serán mucho más acordes con la modernidad que se abría camino a
través y conjuntamente con los cambios políticos.
El Brasil, como colonia lusitana, ocuparía una posición intermedia. El
brasileño, desde su dimensión gigante, contempla habitualmente al portugués
con conmiseración benévola y zumbona, la ya citada idiosincrasia pragmática
de sus colonos facilitó episodios como la radicación del Imperio y su
aristocracia en el Brasil durante un largo período de la ocupacion napoleónica
de la metrópoli y derivó en un proceso independentista con desgarramientos
menores que en el Imperio español. La identidad luso-brasileña ha conservado
mayor vigencia, dando lugar a un presente menos conflictuado, en el que han
fracasado los intentos de secesión, para concluir en la postulación de un
modelo de desarrollo afrobrasileño característico (Gilberto Freyre).
Estos conceptos generales no invalidan excepciones notables. No solamente los
mercaderes lusitanos fueron los iniciadores del tráfico esclavista en gran
escala, en el África, área que les había reservado el tratado de Tordesillas,
sino que no pusieron en práctica iniciativas relativamente benignas en las
capitanías del Brasil, como la encomienda y el repartimiento españoles, que
eran, en definitiva, formas atenuadas de esclavitud. Por el contrario, obligaron
a trabajar en las fazendas a los indios tupiguaraníes y a los negros traídos
de Angola y Mozambique en sistemas de esclavitud convencional que llevaron a la
extinción de pueblos íntegros. A pesar de estos antecedentes, el Himno de la
República del Brasil, en 1890, traería todavía los versos siguientes:
"Nos nem creemos
que escravos outrora
tenha havido
en tao nobre país..."
Era notorio el olvido de que la abolición sólo tenía
dos años de vigencia y que más de la mitad de la población descendía de
esclavos.
Los caracteres culturales predominantes de los ibéricos, difícilmente negables
a la luz de la experiencia histórica, se ven reflejados en los herederos
iberoamericanos hasta nuestros días, aunque consuela destacar la presencia
simultánea de los rasgos nobles y positivos de las culturas peninsulares, a las
que hemos definido como embajadoras y portadoras de la cultura occidental.
Estas realidades han hecho que algunos autores continúen considerando al
modelo, desgraciadamente frecuente en los países criollos, de las que los
sajones denominan inchoate democracies, al que los mismos latinoamericanos
calificamos amargamente como republiquetas bananeras, a las que en un acceso de
fastidio Renan definió como las pequeñas democracias latinoamericanas
condenadas al cretinismo, como un campo de lucha perenne entre países presentes
irreales pugnando contra países-sombra reales estrechamente unidos a sus
raíces indoibéricas. Esto coincidiría con la comprobación múltiple del
dualismo social de los pueblos latinoamericanos, reconociendo los componentes
premodernos evidentes aportados por las culturas participantes en el mosaico
mestizo para determinar una estructura social que sigue marcadamente estamental.
Otros estudiosos prefieren enfocar la misma realidad sin subrayar
el concepto de
dualismo cultural, pero arribando a conclusiones parecidas. Para ellos, el
pensamiento político latinoamericano sólo habría incorporado las ideas de
democracia prestadas por los países modernos con suficiente superficialidad
como para que las formas de gobierno y justicia actuales sigan reflejando
encubiertamente la idiosincrasia latina transibérica, sostenidamente
refractaria a la adopción sincera e integral de las ideas básicas para. la
democracia (Dealey, D-30). Cualquiera sea la interpretación, la realidad de la
praxis republicana-democrática imperfecta de los pueblos latinoamericanos, como
uno más de los signos de su retraso en el acceso a la modernidad, es también
una más de las numerosas copias o interpretaciones como si de los idearios
avanzados, según los procesos Psico-sociales que describiremos en detalle en el
capítulo IV. Surgirán parlamentos, tribunales, contratos y mecanismos
comerciales modernizados, pero en la práctica su funcionamiento seguirá
dejando al descubierto que los hombres no los sienten como cosa propia y
resurgen las actitudes y comportamientos precedentes en la historia.
Refuerza el análisis, principalmente en su interpretación dualística, la ya
citada persistencia entre nosotros y también en la intelectualidad española,
del complejo de las dos Españas una de cuyas vertientes ensalza sin límites
todo el conjunto de la hispanidad en el mundo y, particularmente, en
Latinoamérica, incluyendo a autores como Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas,
Carlos Ibarguren, Martínez Zuviría, Cayetano Bruno, Víctor L. Funes, Rómulo
Carbia y Vicente Sierra, en la Argentina; junto a Benjamín Vicuña Mackenna y
Jaime Eyzaguirre, en Chile; Carlos Pereira, Carlos Fuentes y Lucas Alamán, en
México; José M. Groot y Miguel A. Corro, en Colombia, y José G. Leguía y J.
de Riva Agüero, en el Perú; que se suman a autores españoles como Julián
Marías, Ramiro de Maeztu, Pedro Laín Entralgo y muchos otros.
Algunas de las tendencias nacionalistas y revisionistas modernas, participantes
del hispanismo exaltado, ante el predominio mundial de los países sajones y el
avance del liberalismo, buscan oponérseles reafirmando las tendencias
hispanoaborígenes y católicas de los comienzos. Es una forma de exaltación de
las tradiciones y de la identidad nacional, y un rechazo a los cambios mundiales
trasmitidos desde el exterior y desde identidades diferentes. Esto ha estado
larvadamente representado en el pasado por las actitudes de algunos caudillismos
tradicionalistas, además de apoyada por las líneas intelectuales revisionistas
y antioccidentales.
En los capítulos siguientes se razonará analíticamente sobre el problema,
dejando de lado los excesos de las leyendas negra y rosa tejidas a su alrededor
(Carbia, C-16).
Notas al pie
(1) Se define como destino
manifiesto: "La idea de que
la civilización y la cultura propias constituyen valores supremos de la
humanidad, una suerte de misión eterna predeterminada por Dios, o por la
naturaleza, o por una necesidad histórica, la manifestación de una
superioridad esencial sobre los menos poderosos, todo lo cual constituyó la
auto imagen y el ideal colectivo más acendrado de las naciones imperiales"
(Elías, E-4, p. 25).
A modo de ejemplo revelador de esta convicción sirvan las declaraciones del
senador Albert Beveridge, en 1897, lo que sería acusado de arrogance of power
por John F. Kennedy, casi un siglo más tarde: "Dios no ha preparado
durante mil años a los pueblos de habla inglesa y teutónica para que
permanezcan en una vana e inactiva contemplación. No. Él nos ha convertido en
los principales organizadores del mundo, para establecer el orden donde reinaba
el caos; Dios nos ha dado un espíritu progresista para aplacar las fuerzas
reaccionarias en toda la tierra; nos ha dado habilidad para gobernar para que
podamos administrar el gobierno de los pueblos salvajes y serviles. Si no fuese
por esa fuerza de los anglosajones, el mundo volvería a la barbarie y a las
tinieblas... Él ha señalado al pueblo norteamericano como su nación elegida
para realizar, por fin, la redención del mundo." Otro de los ejemplos de
destino manifiesto es el que impregnó al Japón hipernacionalista de
anteguerra, llevándolo a conquistar militarmente y someter a formas despiadadas
de terror colonial a cientos de millones de coreanos, manchúes, chinos,
indochinos, malayos, filipinos y polinesios, hasta que su propia vesania lo
colocara al borde de la obliteración atómica.
(2) Consideraciones como ésta presuponen un rechazo a los relativismos culturales
insistentes en colocar a todos los grupos humanos en pie de igualdad cultural.
(3) En su acepción primera, hidalgo es el noble, castizo y de antigüedad de
linaje; y el ser hijos de algo, significa haber heredado de sus padres y mayores
lo que llaman algo que es la nobleza y el que no la hereda de sus padres sino
que la adquiere por sí mismo, por su virtud y valor, es hijo de sus obras y
principio de linaje (Covarrubias, C-69).
(4) Buen número de los hidalgos, tanto los europeos como los nacidos en América,
eran también analfabetos.
(5) Pensadores actuales ubican al tipo
puritano como la encarnación del
modernismo intelectual incipiente, caracterizado por una optimista confianza en
la razón, herramienta de la naciente clase intelectual, en la universalidad de
la ciencia y sus aplicaciones y, además, en la superioridad de Occidente.
(6) Ejemplo llevado al paroxismo de este tipo humano y de esa época puede
seleccionarse a Lope de Aguirre, quien se autoproclamó "el Peregrino, de
tierra vascongada, rebelde hasta la muerte, ira de Dios, príncipe de la
libertad del Reino de Tierra Firme y de Chile". En su descenso odiseico del
Amazonas y el Orinoco se sublevaría contra Felipe II, mataría a un gran
número de indios y a buena parte de sus compañeros, para terminar asesinado
por los sobrevivientes.
(7) Anomia, expresión acuñada por Emile Durkheim para indicar el desprecio por
leyes y normas que campea en determinadas comunidades y momentos. Merton
agregaría que la anomia es una disyunción entre las normas y metas culturales
y la capacidad socialmente estructurada para alcanzarlas.
(8) Para una reseña crítica de este pensamiento en la Argentina, ver Biagini,
B-31, cap. II y III, p. 61.
(9) La denominación le había sido aplicada ya a Buenos Aires en 1705 por la
recaptura de la Colonia del Sacramento de manos de los portugueses.
(10) El concepto de usable past
define la mitificación de personajes o episodios
que contribuyen a dignificar la identidad de un grupo (Commager, S-59; Finley, F-14; Ras,
R-8).
(11) Las expresiones genéricas
moreno, pardo, morocho, definen a la población
cuyo color de la tez, tipo de cabello u otros rasgos denuncia a simple vista la
presencia de antepasados aborígenes y/o africanos en diversos grados de
cruzamiento. Entre los sajones se usarían coloured, non white, non caucasian
o
maroon.
|