LA NEOCULTURA MESTIZA - PIGMENTOCRACIA Y CASTAS

La raíz ibérica

La raíz aborigen

La raíz africana

La raíz cosmopolita

"América se convierte en un simple campo de cita universal, en un valle de Josafat sin juicio final y en el que se realiza una reelaboración étnica y cultural más total y universal que la realizada en la historia de Europa".
(Icaza Tigerino, I-2)

"Los rioplatenses muestran características comunes con los demás pueblos hispánicos, pero se distinguen por una fisonomía particular resultante de la absorción de mayores contingentes (caucásicos) no ibéricos, por su localización ecológica en tierras templadas, y porque alcanzaron un grado de desarrollo económico y social más alto. "
(Ribeiro, R-27, p. 449)

    La evolución histórica de algunas de las poblaciones criollas exige prestar atención a los elementos culturales y los modelos institucionales aportados por la inmigración multinacional que las invadió cuando ya su paideuma latinoamericano estaba configurado.
    Las ideas de los líderes de la época coincidían en el anatema de Sarmiento sobre el desierto y con la prédica del intelectualmente más influyente de todos ellos, Juan Bautista Alberdi, esquematizado posteriormente en el aforismo de gobernar es poblar. Estas opiniones no se hubieran concretado en los hechos con la intensidad que lo hicieron de no mediar los auges económicos que enriquecieron áreas especiales, renovando la esperanza de América y atrayendo nuevas oleadas de inmigrantes del Viejo Mundo. Gracias a dichas bonanzas desembarcaría en la Argentina, el Uruguay, el sur de Chile y Brasil, en el último cuarto del siglo XIX, un aluvión de población europea atraída por la perspectiva de mejorar su situación económica gracias a la amplia disponibilidad de recursos y oportunidades que requerían brazos y mentes dispuestas para ser movilizadas. Dicha marea demográfica produjo un blanqueamiento somático muy perceptible de la población indoespañola preexistente y aportó una diversidad de factores culturales nuevos. Se ha estimado que el saldo demográfico de la inmigración europea en la Argentina y el Uruguay, entre los años 1860 y 1950, representó unos 4 millones de personas, primordialmente varones con aptitud laboral, procedentes de Italia y España en su mayor parte, pero también compuesta por polacos, portugueses, franceses, suizos, irlandeses, británicos, alemanes, dinamarqueses, árabes, rusos blancos, judíos, y otros dispuestos a fare l'América. Similares oleadas inmigratorias, aunque de cuantía menor, acompañaron a los booms petroleros de Venezuela, Colombia, Ecuador y México, a los hallazgos de oro en Tierra del Fuego y a las ocasionales bonanzas caucheras y de otros cultivos tropicales de exportación, además de una corriente persistente que se dirigió hacia las urbes más dinámicas como Sáo Paulo, Buenos Aires, México y  La Habana. Estadísticas muy conocidas indican, por ejemplo, que en 1914, el 30 % de la población total de la Argentina era nacida en el Viejo Mundo (Bunge, B-64).
    Casi todos los inmigrantes llegaban a América con una fuerte motivación de lucro o expulsados de Europa por razones muy variadas. Traían con ellos con frecuencia hondos resentimientos sociales y teorías utópicas revolucionarias que conocían su auge en la época entre las poblaciones humildes europeas.
    Algunos de ellos retornaron a sus lugares de origen por no congeniar con lo que, se les ocurría, era una relativa barbarie del Nuevo Mundo, o tras satisfacer sus aspiraciones, pero la mayoría se afincaron. La diversidad de sus orígenes y tipos dificulta describirlos en conjunto, pero pueden ensayarse algunas caracterizaciones aplicables a la gran mayoría de ellos.
    Aunque los próceres argentinos de la lucha contra el desierto por la inmigración habían postulado la conveniencia de introducir inmigrantes nórdicos, considerados ya empíricamente en aquellos tiempos, como dotados de un temperamento y equipamiento de capital social que los colocaba más alto en la escalera de la civilización, la práctica hizo que la mayor parte de los inmigrantes procedieran de las culturas mediterráneas. Las consecuencias derivadas de este aspecto cualitativo para el desarrollo ulterior de las sociedades criollas se apreciarían en la evolución de los países en el siglo subsiguiente. La diferencia relativa podría expresarse melancólicamente así:

"Es triste, pero bastante evidente, que existen países que son superiores a otros en ciertos períodos de su historia cuando la cuestión radica en establecer y conseguir objetivos económicos. La cultura mediterránea no parece ofrecer una base adecuada para la organización de una sociedad industrial moderna. Hasta hace muy poco, a España le iba mal. Italia estaba un poco mejor, pero no mucho más. Entonces podríamos pregutatarnos por qué una sociedad basada en la España colonial, que ha recibido un flujo masivo de inmigrantes españoles e italianos, debería haberlo hecho mucho mejor."
(Guido di Tella, fide Fogarty et alii, F-20, p. 183)

    América en la última mitad del siglo XIX se presentaba como una esperanza luminosa para los habitantes del Viejo Mundo asaltados por problemas antiguos y nuevos. A los destellos de América del Norte se sumaban en ese momento tentadoramente, los que procedían del Sur, pareciendo querer recuperar el atraso histórico en que había caído el mundo ibérico (Cortés Conde, C-67).
    Para la mayoría que pensaba como Alberdi, lo que la inmigración derribaba era de poca monta, casi bienvenido: la tradición española, el espíritu criollo, el pasado verboso y ocioso, con su corolario de instituciones anticuadas e ineficaces.
    Por el contrario, aunque con cierto retardo, se producirían muchas referencias de observadores locales señalando el bajo nivel de la humanidad que desembarcaba, y fue frecuente que los americanos nativos se burlaran de su ingenuidad y de sus costumbres toscas. Se ha insistido también frecuentemente en que introducían enfermedades, en que tenían tendencia a unirse en bandas criminales o políticamernte maximalistas, en que desplazaban a trabajadores locales y en que no vacilaban en recurrir al apoyo estatal, en formas y con intensidades que con frecuencia no estaban disponibles para los residentes de antiguo.

"En proporciones relativamente mayores y más rápidas que en los Estados Unidos, la República Argentina ha venido a ser la encrucijada de las nacionalidades. Tan violenta ha sido la avenida inmigratoria, que podría llegar a absorber nuestros elementos étnicos. Están sufriendo una alteración profunda todos nuestros elementos nacionales: lengua, instituciones políticas, gustos e ideas tradicionales. A impulsos de un progreso spenceriano, que es realmente el triunfo de la heterogeneidad, debemos temer que las preocupaciones materiales desalojen gradualmente del alma argentina las puras aspiraciones sin cuyo imperio toda prosperidad nacional se edifica sobre la arena (...) Es tiempo de reaccionar contra la tendencia funesta..."
(Paul Groussac, fide Korn, K-10, p. 240)

    Es digno de ser destacado que, tanto Groussac como Korn, unidos a Lebensohn, Ingenieros y otros críticos del período, eran de neto cuño inmigratorio ellos mismos. En esta forma de pensar admonitoria se combinaban componentes generales misoneístas y de resistencia al cambio, con resabios de hispanismo, ya que los componentes morenos de la cultura nacional eran, de antiguo, poco convincentes. A esto se unía una legítima preocupación por la dificultad de absorber una invasión de culturas diversas que amenazaban complicar la convivencia y la estabilización final perseguida.
    Ricardo Rojas y su restauración nacionalista continuarían esta línea de pensamiento hasta entroncar con Lugones, Mallea, Marechal y otros que experimentaban el dolor de la Argentina, además de entroncar con los nacionalismos y las tendencias revisionistas diversas aparecidas en el siglo XX, que analizaremos más adelante. Otro de los argumentos esgrimidos contra la inmigración cosmopolita iba en verdad dirigido contra la filosofía positivista que impregnaba el pensamiento de los pensadores criollos desde bastante antes del apogeo de Comte en Europa, en uno de los contados casos en que el pensamiento latinoamericano parece haberse anticipado a los centros intelectuales del extranjero. Esa tendencia, aún no bautizada como positivista, incluyendo a Echeverría, Sarmiento, Alberdi, Gutiérrez y lo más granado de sus contemporáneos, era fundamentalmente materialista, subrayando el éxito económico y, mucho menos, los aspectos morales y espirituales. Las ansias de lucro que formaban parte de los valores arraigados del rioplatense desde tiempos de la colonia, según la conocida interpretación de Juan Agustín García (G-18), se veían así consolidadas por la filosofía oficial y por la forma de pensar y obrar de los inmigrantes frecuentemente motivados por la codicia. Las ya citadas opiniones objetaban el materialismo de la nueva ola:

"Las fuerzas económicas son lo primordial, la legislación positivista su corolario, las fuerzas morales no cuentan."
(K-10, p. 220)

    José Luis Romero se adhería a la crítica de una sociedad sin valores firmes y Lucas Ayarragaray llegó a decir que prefería un país semidesierto, pero sereno y feliz, a una hacinada de razas incongruente y de acarreo, descontenta y sin equilibrio. José María Ramos Mejía, en su Las multitudes argentinas proponía echar mano de los recursos recónditos del criollo para hacer frente al inmigrante burdo.
    A pesar de estas críticas, con su contenido de verdad, debe admitirse que la gran mayoría de los inmigrantes cosmopolitas traían consigo idiosincrasias axiológicamente ventajosas para el nivel de vida y producción que marcaban los tiempos. Como ha ocurrido a menudo en la historia latinoamericana, los críticos comparaban deliberadamente lo peor de la intencionalidad fenicia del inmigrante con una imagen rosada de la cultura patricia que disimulaba sus numerosas flaquezas, denunciadas desde siglos pasados. Los llegados de Europa eran generalmente educados por sus culturas milenarias en la disciplina racional, eran laboriosos y dotados de considerable ingenio mecánico, capacidad de sacrificio y espíritu de ahorro-inversión. Aunque muchos eran urbanitas pobres que terminaban hacinados en conventillos y tugurios de los puertos, hubo suficientes para poblar las carpas chacareras de la que podía ahora llamarse la Pampa Gringa y otras áreas agrícolas, convertidas en Graneros del Mundo, además de trabajar en minas y yacimientos, y de introducir numerosas profesiones y artesanías que, tras un pasado de gloria, en la combinación de la tradición indígena con la dirección de los artesanos españoles, habían quedado muy retrasados en la mayor parte de las comunidades de América. Ya en 1895, este flujo había logrado que tres quintos de los obreros y cuatro quintos de los empresarios industriales de la Argentina fueran inmigrantes o sus hijos. Todavía hoy son motivo de admiración las edificaciones hechas por agrimensores, constructores, albañiles, ebanistas, herreros y otros trabajadores altamente calificados y dotados de un orgullo corporativo de sus obras que respondía a añejas tradiciones europeas, así como de una ética contractual y valores de convivencia y laborales que representaban un aporte muy positivo para la cultura criolla patricia y rejuvenecían sus instituciones.
    La masa que venía ascendiendo rápidamente a la burguesía, con aspiraciones reflejadas claramente por el preanuncio de "m'hijo el dotor", anticipaba reclamos políticos que excedían las pretensiones de las clientelas políticas tradicionales y presagiaba transformaciones sociales que se concretarían en buena parte. Sin embargo, la mayoría de las opiniones coincidían en considerarla un componente inseparable del ciclo de bonanza económica que parecía bendecir a grandes regiones de América y, que, además, alejaba el viejo fantasma del mestizaje arcaico moreno hacia el fondo del escenario.
    En poco tiempo estarían ocupadas por inmigrantes de origen muy diverso, no solamente las tareas exigentes en esfuerzo fisico como estibadores, zanjadores, empedradores, changadores, sino que también las posiciones de liderazgo y control en los cultivos, cuya área crecía año a año, la ganadería moderna, el comercio, la industria, la construcción y sectores claves como la educación, algunas profesiones, y hasta las fuerzas armadas, en las cuales habían revistado tradicionalmente jefes y oficiales extranjeros, solicitados por su formación castrense del Viejo Mundo. Lo que se había iniciado en las guerras de la Independencia y del Brasil con oficiales como Miller, Cramer, Brandsen, Brown, Holmberg, Castiglioni y otros muchos, se prolongaría hasta después de las guerras del Paraguay y del Desierto, con hombres como Rauch, Charlone, Fotheringham, Iwanowski, Cerri, etcétera.
    El refuerzo de la capacidad laboral aportado por la masa cosmopolita sobre la amplia disponibilidad de recursos naturales del Río de la Plata pasó a constituir parte insoslayable del milagro argentino de la Generación del 80 al Centenario, tripulando la revolución tecnológica representada por los alambrados, aguadas, transportes marítimos, puertos, bancos, telégrafos y ferrocarriles, que absorbían, además, en ese tiempo, cuantiosos aportes de capital extranjero y que implicaban adicionalmente una saludable apertura mental al mundo desde etapas anteriores, en que los contactos comerciales y culturales habían sido considerablemente menores. En pocas décadas el comercio exterior argentino pasó a figurar entre los primeros del mundo. Progresos similares vivieron las regiones coloniales extranjeras en el Uruguay, Chile y Brasil, y, en grado bastante menor en otros países criollos. Sin embargo, en todos ellos se vislumbraba que la población inmigrante cosmopolita y su descendencia pasarían a colocarse altas en la escala social y que continuarían muy representadas en los grupos empresarios, hasta ocupar también un porcentaje elevado de los liderazgos políticos.
    La integración de la población cosmopolita recién ingresada primordialmente durante períodos de optimismo y su descendencia, dentro del crisol de razas de cada comunidad latinoamericana, se efectuaría adoptando y adaptándose al sistema de dominación ya presente, según el tipo y nivel cultural respectivo. Así los inmigrantes sajones, flamencos, germanos y suizos, y todos a los que les sonrió la fortuna, verían abrírseles más puertas y se incorporarían a la burguesía pudiente como administradores, asesores, socios y hasta por matrimonio.
    Los inmigrantes relativamente cultos españoles, italianos y franceses, desde el labrador hasta el artesano ciudadano, mejoraron en general su status económico y, sumados a la naciente clase media, contrastarían sus propios rasgos civilizados contra la barbarie de las mayorías de morenos autóctonos que permanecerían relegados a los niveles inferiores de la sociedad. Dentro de este grupo latino, los más incultos y toscos, junto con los árabes, los polacos y los judíos pobres, y más recientemente, los mongólicos, serían objeto de burla y menosprecio por la dirigencia nativa. Los nombres impronunciables de muchos inmigrantes, las jerigonzas que hablaban, su vestimenta extraña, harían objeto de pullas a gaitas, tanos, bachichas, rusos, turcos y ponjas. La literatura y el teatro de la época están llenos de referencias jocosas a los diversos tipos cocoliches.
    Sería evidente para los observadores sagaces y hasta para la intuición popular, que la vieja Europa, además de saciar su hambre con alimentos de ultramar, volcaba hacia América buena parte de su sobrante demográfico y que éste, una vez más, no era seleccionado por su excelencia. Mafud definirá esta situación diciendo que la inmigración es traída para rellenar los vacíos y baches del cuerpo social. Muy pocos observaron, hasta las primeras décadas del siglo XX, que la rápida industrialización europea iba creando un Primer Mundo con bases sociales y psicológicas de avanzada (Mc Neill, M-48).
    Un porcentaje elevado de estos sectores de origen cosmopolita harán prevalecer finalmente su superior formación, su racionalidad y sus habilidades tecnotrópicas y accederán con relativa rapidez a niveles económicos más altos que les asegurarán, además, la respetabilidad que antes se les negaba. También en esto se ve repetir un fenómeno de flexibilidad social propio del sueño americano, que se viene señalando desde los primeros momentos de la conquista.
    Por último, la descendencia de los grupos así ingresados que han tenido fracasos o éxitos limitados en concretar dicho sueño se colocarán en despreciadores de la población morena, aunque serán, a la vez, críticos de la falta de éxito de sus propios padres inmigrantes en la satisfacción de las motivaciones de fortuna y gloria que siguen constituyendo el modelo inspirador generalizado. Estos resentimientos frente a los que han aprovechado mejor las expectativas del Nuevo Mundo provocarán una tercera oleada de personalidades negativas, envidias y resentimientos marcados, que pronto encontrarán cauces políticos para expresarse. No faltarán quienes atribuyan a la sofocación de la cultura iberoamericana patricia bajo el aluvión de culturas cosmopolitas, la aparición de una cultura confusa acompañada por un incremento de la anomia, el desarraigo y la parálisis de las culturas criollas, perceptibles en la segunda mitad del siglo XX (Mafud, M-6). Esta interpretación parece una versión más del complejo de Israfel, frecuente en el alma criolla, descripto en el inc. 4.3.1.3.
    Lo sensato, aunque a veces arduo, sería dar el tiempo necesario para que se resuelvan las convivencias culturales conflictivas, posibilitando el surgimiento de una cultura original resultante de la fusión de todas sus raíces, tal como es dable observar en todas las poblaciones europeas actuales resultantes de innumerables invasiones y cambios de dominadores en siglos y siglos pasados.