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La evolución histórica de algunas de las poblaciones criollas exige prestar
atención a los elementos culturales y los modelos institucionales aportados por
la inmigración multinacional que las invadió cuando ya su paideuma
latinoamericano estaba configurado.
Las ideas de los líderes de la época coincidían en el anatema de Sarmiento
sobre el desierto y con la prédica del intelectualmente más influyente de
todos ellos, Juan Bautista Alberdi, esquematizado posteriormente en el aforismo
de gobernar es poblar. Estas opiniones no se hubieran concretado en los hechos
con la intensidad que lo hicieron de no mediar los auges económicos que
enriquecieron áreas especiales, renovando la esperanza de América y atrayendo
nuevas oleadas de inmigrantes del Viejo Mundo. Gracias a dichas bonanzas
desembarcaría en la Argentina, el Uruguay, el sur de Chile y Brasil, en el
último cuarto del siglo XIX, un aluvión de población europea atraída por la
perspectiva de mejorar su situación económica gracias a la amplia
disponibilidad de recursos y oportunidades que requerían brazos y mentes
dispuestas para ser movilizadas. Dicha marea demográfica produjo un
blanqueamiento somático muy perceptible de la población indoespañola
preexistente y aportó una diversidad de factores culturales nuevos. Se ha
estimado que el saldo demográfico de la inmigración europea en la Argentina y
el Uruguay, entre los años 1860 y 1950, representó unos 4 millones de
personas, primordialmente varones con aptitud laboral, procedentes de Italia y
España en su mayor parte, pero también compuesta por polacos, portugueses,
franceses, suizos, irlandeses, británicos, alemanes, dinamarqueses, árabes,
rusos blancos, judíos, y otros dispuestos a fare l'América. Similares oleadas
inmigratorias, aunque de cuantía menor, acompañaron a los booms petroleros de
Venezuela, Colombia, Ecuador y México, a los hallazgos de oro en Tierra del
Fuego y a las ocasionales bonanzas caucheras y de otros cultivos tropicales de
exportación, además de una corriente persistente que se dirigió hacia las
urbes más dinámicas como Sáo Paulo, Buenos Aires, México y La Habana.
Estadísticas muy conocidas indican, por ejemplo, que en 1914, el 30 % de la
población total de la Argentina era nacida en el Viejo Mundo (Bunge, B-64).
Casi todos los inmigrantes llegaban a América con una fuerte motivación de
lucro o expulsados de Europa por razones muy variadas. Traían con ellos con
frecuencia hondos resentimientos sociales y teorías utópicas revolucionarias
que conocían su auge en la época entre las poblaciones humildes europeas.
Algunos de ellos retornaron a sus lugares de origen por no congeniar con lo que,
se les ocurría, era una relativa barbarie del Nuevo Mundo, o tras satisfacer
sus aspiraciones, pero la mayoría se afincaron. La diversidad de sus orígenes
y tipos dificulta describirlos en conjunto, pero pueden ensayarse algunas
caracterizaciones aplicables a la gran mayoría de ellos.
Aunque los próceres argentinos de la lucha contra el desierto por la
inmigración habían postulado la conveniencia de introducir inmigrantes
nórdicos, considerados ya empíricamente en aquellos tiempos, como dotados de
un temperamento y equipamiento de capital social que los colocaba más alto en
la escalera de la civilización, la práctica hizo que la mayor parte de los
inmigrantes procedieran de las culturas mediterráneas. Las consecuencias
derivadas de este aspecto cualitativo para el desarrollo ulterior de las
sociedades criollas se apreciarían en la evolución de los países en el siglo
subsiguiente. La diferencia relativa podría expresarse melancólicamente así:
"Es triste, pero bastante evidente, que existen países que son
superiores a otros en ciertos períodos de su historia cuando la cuestión
radica en establecer y conseguir objetivos económicos. La cultura mediterránea
no parece ofrecer una base adecuada para la organización de una sociedad
industrial moderna. Hasta hace muy poco, a España le iba mal. Italia estaba un
poco mejor, pero no mucho más. Entonces podríamos pregutatarnos por qué una
sociedad basada en la España colonial, que ha recibido un flujo masivo de
inmigrantes españoles e italianos, debería haberlo hecho mucho mejor."
(Guido di Tella, fide Fogarty et alii, F-20, p. 183)
América en la última mitad del siglo XIX se presentaba como una esperanza
luminosa para los habitantes del Viejo Mundo asaltados por problemas antiguos y
nuevos. A los destellos de América del Norte se sumaban en ese momento
tentadoramente, los que procedían del Sur, pareciendo querer recuperar el
atraso histórico en que había caído el mundo ibérico (Cortés Conde, C-67).
Para la mayoría que pensaba como Alberdi, lo que la inmigración derribaba era
de poca monta, casi bienvenido: la tradición española, el espíritu criollo,
el pasado verboso y ocioso, con su corolario de instituciones anticuadas e
ineficaces.
Por el contrario, aunque con cierto retardo, se producirían muchas referencias
de observadores locales señalando el bajo nivel de la humanidad que
desembarcaba, y fue frecuente que los americanos nativos se burlaran de su
ingenuidad y de sus costumbres toscas. Se ha insistido también frecuentemente
en que introducían enfermedades, en que tenían tendencia a unirse en bandas
criminales o políticamernte maximalistas, en que desplazaban a trabajadores
locales y en que no vacilaban en recurrir al apoyo estatal, en formas y con
intensidades que con frecuencia no estaban disponibles para los residentes de
antiguo.
"En proporciones relativamente mayores y más rápidas que en los
Estados Unidos, la República Argentina ha venido a ser la encrucijada de las
nacionalidades. Tan violenta ha sido la avenida inmigratoria, que podría llegar
a absorber nuestros elementos étnicos. Están sufriendo una alteración
profunda todos nuestros elementos nacionales: lengua, instituciones políticas,
gustos e ideas tradicionales. A impulsos de un progreso spenceriano, que es
realmente el triunfo de la heterogeneidad, debemos temer que las preocupaciones
materiales desalojen gradualmente del alma argentina las puras aspiraciones sin
cuyo imperio toda prosperidad nacional se edifica sobre la arena (...) Es tiempo
de reaccionar contra la tendencia funesta..."
(Paul Groussac, fide Korn, K-10, p. 240)
Es digno de ser destacado que, tanto Groussac como Korn, unidos a Lebensohn,
Ingenieros y otros críticos del período, eran de neto cuño inmigratorio ellos
mismos. En esta forma de pensar admonitoria se combinaban componentes generales
misoneístas y de resistencia al cambio, con resabios de hispanismo, ya que los
componentes morenos de la cultura nacional eran, de antiguo, poco convincentes.
A esto se unía una legítima preocupación por la dificultad de absorber una
invasión de culturas diversas que amenazaban complicar la convivencia y la
estabilización final perseguida.
Ricardo Rojas y su restauración nacionalista continuarían esta línea de
pensamiento hasta entroncar con Lugones, Mallea, Marechal y otros que
experimentaban el dolor de la Argentina, además de entroncar con los
nacionalismos y las tendencias revisionistas diversas aparecidas en el siglo XX,
que analizaremos más adelante. Otro de los argumentos esgrimidos contra la
inmigración cosmopolita iba en verdad dirigido contra la filosofía positivista
que impregnaba el pensamiento de los pensadores criollos desde bastante antes
del apogeo de Comte en Europa, en uno de los contados casos en que el
pensamiento latinoamericano parece haberse anticipado a los centros
intelectuales del extranjero. Esa tendencia, aún no bautizada como positivista,
incluyendo a Echeverría, Sarmiento, Alberdi, Gutiérrez y lo más granado de
sus contemporáneos, era fundamentalmente materialista, subrayando el éxito
económico y, mucho menos, los aspectos morales y espirituales. Las ansias de
lucro que formaban parte de los valores arraigados del rioplatense desde tiempos
de la colonia, según la conocida interpretación de Juan Agustín García (G-18),
se veían así consolidadas por la filosofía oficial y por la forma de pensar y
obrar de los inmigrantes frecuentemente motivados por la codicia. Las ya citadas
opiniones objetaban el materialismo de la nueva ola:
"Las fuerzas económicas son lo primordial, la legislación positivista
su corolario, las fuerzas morales no cuentan."
(K-10, p. 220)
José Luis Romero se adhería a la crítica de una sociedad sin valores firmes y
Lucas Ayarragaray llegó a decir que prefería un país semidesierto, pero
sereno y feliz, a una hacinada de razas incongruente y de acarreo, descontenta y
sin equilibrio. José María Ramos Mejía, en su Las multitudes argentinas
proponía echar mano de los recursos recónditos del criollo para hacer frente
al inmigrante burdo.
A pesar de estas críticas, con su contenido de verdad, debe admitirse que la
gran mayoría de los inmigrantes cosmopolitas traían consigo idiosincrasias
axiológicamente ventajosas para el nivel de vida y producción que marcaban los
tiempos. Como ha ocurrido a menudo en la historia latinoamericana, los críticos
comparaban deliberadamente lo peor de la intencionalidad fenicia del inmigrante
con una imagen rosada de la cultura patricia que disimulaba sus numerosas
flaquezas, denunciadas desde siglos pasados. Los llegados de Europa eran
generalmente educados por sus culturas milenarias en la disciplina racional,
eran laboriosos y dotados de considerable ingenio mecánico, capacidad de
sacrificio y espíritu de ahorro-inversión. Aunque muchos eran urbanitas pobres
que terminaban hacinados en conventillos y tugurios de los puertos, hubo
suficientes para poblar las carpas chacareras de la que podía ahora llamarse la
Pampa Gringa y otras áreas agrícolas, convertidas en Graneros del Mundo,
además de trabajar en minas y yacimientos, y de introducir numerosas
profesiones y artesanías que, tras un pasado de gloria, en la combinación de
la tradición indígena con la dirección de los artesanos españoles, habían
quedado muy retrasados en la mayor parte de las comunidades de América. Ya en
1895, este flujo había logrado que tres quintos de los obreros y cuatro quintos
de los empresarios industriales de la Argentina fueran inmigrantes o sus hijos.
Todavía hoy son motivo de admiración las edificaciones hechas por
agrimensores, constructores, albañiles, ebanistas, herreros y otros
trabajadores altamente calificados y dotados de un orgullo corporativo de sus
obras que respondía a añejas tradiciones europeas, así como de una ética
contractual y valores de convivencia y laborales que representaban un aporte muy
positivo para la cultura criolla patricia y rejuvenecían sus instituciones.
La masa que venía ascendiendo rápidamente a la burguesía, con aspiraciones
reflejadas claramente por el preanuncio de "m'hijo el dotor", anticipaba reclamos
políticos que excedían las pretensiones de las clientelas políticas
tradicionales y presagiaba transformaciones sociales que se concretarían en
buena parte. Sin embargo, la mayoría de las opiniones coincidían en
considerarla un componente inseparable del ciclo de bonanza económica que
parecía bendecir a grandes regiones de América y, que, además, alejaba el
viejo fantasma del mestizaje arcaico moreno hacia el fondo del escenario.
En poco tiempo estarían ocupadas por inmigrantes de origen muy diverso, no
solamente las tareas exigentes en esfuerzo fisico como estibadores, zanjadores,
empedradores, changadores, sino que también las posiciones de liderazgo y
control en los cultivos, cuya área crecía año a año, la ganadería moderna,
el comercio, la industria, la construcción y sectores claves como la
educación, algunas profesiones, y hasta las fuerzas armadas, en las cuales
habían revistado tradicionalmente jefes y oficiales extranjeros, solicitados
por su formación castrense del Viejo Mundo. Lo que se había iniciado en las
guerras de la Independencia y del Brasil con oficiales como Miller, Cramer,
Brandsen, Brown, Holmberg, Castiglioni y otros muchos, se prolongaría hasta
después de las guerras del Paraguay y del Desierto, con hombres como Rauch,
Charlone, Fotheringham, Iwanowski, Cerri, etcétera.
El refuerzo de la capacidad laboral aportado por la masa cosmopolita sobre la
amplia disponibilidad de recursos naturales del Río de la Plata pasó a
constituir parte insoslayable del milagro argentino de la Generación del 80 al
Centenario, tripulando la revolución tecnológica representada por los
alambrados, aguadas, transportes marítimos, puertos, bancos, telégrafos y
ferrocarriles, que absorbían, además, en ese tiempo, cuantiosos aportes de
capital extranjero y que implicaban adicionalmente una saludable apertura mental
al mundo desde etapas anteriores, en que los contactos comerciales y culturales
habían sido considerablemente menores. En pocas décadas el comercio exterior
argentino pasó a figurar entre los primeros del mundo. Progresos similares
vivieron las regiones coloniales extranjeras en el Uruguay, Chile y Brasil, y,
en grado bastante menor en otros países criollos. Sin embargo, en todos ellos
se vislumbraba que la población inmigrante cosmopolita y su descendencia
pasarían a colocarse altas en la escala social y que continuarían muy
representadas en los grupos empresarios, hasta ocupar también un porcentaje
elevado de los liderazgos políticos.
La integración de la población cosmopolita recién ingresada primordialmente
durante períodos de optimismo y su descendencia, dentro del crisol de razas de
cada comunidad latinoamericana, se efectuaría adoptando y adaptándose al
sistema de dominación ya presente, según el tipo y nivel cultural respectivo.
Así los inmigrantes sajones, flamencos, germanos y suizos, y todos a los que
les sonrió la fortuna, verían abrírseles más puertas y se incorporarían a
la burguesía pudiente como administradores, asesores, socios y hasta por
matrimonio.
Los inmigrantes relativamente cultos españoles, italianos y franceses, desde el
labrador hasta el artesano ciudadano, mejoraron en general su status económico
y, sumados a la naciente clase media, contrastarían sus propios rasgos
civilizados contra la barbarie de las mayorías de morenos autóctonos que
permanecerían relegados a los niveles inferiores de la sociedad. Dentro de este
grupo latino, los más incultos y toscos, junto con los árabes, los polacos y
los judíos pobres, y más recientemente, los mongólicos, serían objeto de
burla y menosprecio por la dirigencia nativa. Los nombres impronunciables de
muchos inmigrantes, las jerigonzas que hablaban, su vestimenta extraña, harían
objeto de pullas a gaitas, tanos, bachichas, rusos, turcos y ponjas. La
literatura y el teatro de la época están llenos de referencias jocosas a los
diversos tipos cocoliches.
Sería evidente para los observadores sagaces y hasta para la intuición
popular, que la vieja Europa, además de saciar su hambre con alimentos de
ultramar, volcaba hacia América buena parte de su sobrante demográfico y que
éste, una vez más, no era seleccionado por su excelencia. Mafud definirá esta
situación diciendo que la inmigración es traída para rellenar los vacíos y
baches del cuerpo social. Muy pocos observaron, hasta las primeras décadas del
siglo XX, que la rápida industrialización europea iba creando un Primer Mundo
con bases sociales y psicológicas de avanzada (Mc Neill, M-48).
Un porcentaje elevado de estos sectores de origen cosmopolita harán prevalecer
finalmente su superior formación, su racionalidad y sus habilidades
tecnotrópicas y accederán con relativa rapidez a niveles económicos más
altos que les asegurarán, además, la respetabilidad que antes se les negaba.
También en esto se ve repetir un fenómeno de flexibilidad social propio del
sueño americano, que se viene señalando desde los primeros momentos de la
conquista.
Por último, la descendencia de los grupos así ingresados que han tenido
fracasos o éxitos limitados en concretar dicho sueño se colocarán en
despreciadores de la población morena, aunque serán, a la vez, críticos de la
falta de éxito de sus propios padres inmigrantes en la satisfacción de las
motivaciones de fortuna y gloria que siguen constituyendo el modelo inspirador
generalizado. Estos resentimientos frente a los que han aprovechado mejor las
expectativas del Nuevo Mundo provocarán una tercera oleada de personalidades
negativas, envidias y resentimientos marcados, que pronto encontrarán cauces
políticos para expresarse. No faltarán quienes atribuyan a la sofocación de
la cultura iberoamericana patricia bajo el aluvión de culturas cosmopolitas, la
aparición de una cultura confusa acompañada por un incremento de
la anomia, el desarraigo y la parálisis de las culturas criollas, perceptibles
en la segunda mitad del siglo XX (Mafud, M-6). Esta interpretación parece una
versión más del complejo de Israfel, frecuente en el alma criolla, descripto
en el inc. 4.3.1.3.
Lo sensato, aunque a veces arduo, sería dar el tiempo necesario para que se
resuelvan las convivencias culturales conflictivas, posibilitando el surgimiento
de una cultura original resultante de la fusión de todas sus raíces, tal como
es dable observar en todas las poblaciones europeas actuales resultantes de
innumerables invasiones y cambios de dominadores en siglos y siglos pasados.
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